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domingo, 26 de mayo de 2013

SILVIO





Silvio volvía a su casa al cabo de diez años de ausencia. Se había despedido de todos sus familiares y amigos. Apenas abrió la puerta del zaguán se detuvo un instante y observó que todo permanecía en su lugar, como él lo recordaba: Los dos sillones de la entrada, tapizados en un paño rojo con unas vetas en dorado muy tenues, «quizá algo descoloridos», pensó. Aquel gran espejo frente a los sillones, en el que se daba una última ojeada antes de salir, y el armario junto al espejo que hacía las veces de perchero para las visitas que muy a menudo tenían.   
El salón tampoco había cambiado en absoluto: Justo enfrente un gran cuadro de un tapiz de la batalla de Leipzig, de 1813,  en el que Napoleón y el príncipe Poniatowski cruzaban el campo de batalla a lomos de dos hermosos corceles. Su padre siempre estuvo muy orgulloso del tapiz, aunque a su madre, que no le gustaba, lo mantuvo en silencio. A su izquierda descansaban dos grandes sillones tipo chéster de piel marrón con algunas manchas, aunque muy bien conservados y un sofá a juego delante de un gran ventanal; unas cortinas blancas, algo mugrientas y un pabellón, que se recogía a los lados, filtraba la luz del exterior. La sala de estar se completaba con una mesa de madera de roble y mármol blanco de Carrara en el centro, todo asentado sobre una inmensa alfombra de lana de un color rojo-anaranjado, con motivos en color crema. Detrás de uno de los sofás un pequeño mueble con dos lámparas de sobremesa secundaban otro cuadro, un óleo del Palacio Real. Lo recordaba tal cual estaba cuando se marchó. La casa no olía como cuando estaba su madre. Ahora se respiraba un ambiente de humedad, como de estar siempre la casa cerrada. Más al interior, frente a los sofás, una mesa de madera, por la que deslizó su mano, rodeada de seis sillas tipo Luis XV, con los asientos y respaldos tapizados en un tejido satinado. Pegado a la pared, tras la mesa, una vitrina voluptuosa guardaba en su interior, sobre el lado derecho, una foto de su padre y sobre el lado izquierdo una fotografía de su madre, que se anteponían a una vajilla y un juego de café de piedra china, respectivamente. Se acercó y tomó la fotografía de su madre y le dio un beso, una lágrima furtiva se escapó a su control. «Está guapísima, sólo que la mirada triste», pensó. Silvio se marchó de su casa cuando murió su madre. Durante un buen rato, con la fotografía pegada al pecho, inmóvil, recordó su vida en el regazo de su madre que le protegía; a continuación la dejó donde estaba.
Después tomó la fotografía de su padre y tras una mirada superficial la dejó apoyada sobre la mesa, boca abajo. Esta vez había venido para quedarse. Se sentó en el sofá y observaba el salón. La mirada se fue a la gran lámpara circular con el armazón dorado y de formas góticas, toda recubierta de lágrimas de cristal, que tanto le gustaba, sobre todo cuando la asistenta subida a la escalera la limpiaba y quedaban a la vista sus muslos. Sacó un cigarrillo de la cajetilla de Marlboro que depositó sobre la mesa y lo encendió. Dio una primera calada que saboreó como hacía mucho tiempo no había saboreado. Tuvo que sacar los tres cigarrillos que aún le quedaban y dejarlos en la mesa y utilizar la cajetilla de cenicero. En la casa no había un solo cenicero. Observaba el salón, que ahora le parecía más pequeño, pensaba con qué iba a sustituir el gran tapiz de la batalla de Leipzig. «Necesita algún cambio que otro esta casa», se convenció. Iría a la mañana siguiente a la galería de arte para ver si encontraba algún cuadro que le gustara. Una ojeada le llevó a la mesa que tenía en frente, aquella mesa siempre le había gustado y muchas veces había pasado la mano por el canto para notar su torneado y la suavidad con la que se deslizaba, incluso ya siendo mayor; se percató de que hoy había vuelto a pasar la mano por el canto de la mesa... Tenía en el centro y sobre un tapete de hilo de algodón, una gran jardinera de porcelana blanca, con forma de góndola y desde sus cantos hasta el pie rosas incrustadas de diversos colores delicados. Aquel centro de mesa lo cambiaría por  otro de flores artificiales de muchos colores vivos y formas extravagantes. Así pasó un rato, lo que le duró el cigarrillo que le quemó en los dedos. Y muchos ceniceros, colocaría ceniceros por todas partes.   

1 comentario:

  1. Muy bien relatado Constantino, muy a tu estilo todo meticuloso y detallado. Espero la segunda parte, besos Pilar

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