Hacía
ya tres meses que su esposa había muerto, y él, cada vez, tenía
más dificultad para desenvolverse solo. Raimon, a sus setenta años,
por primera vez, no le encontraba sentido a la vida. Una severa
artrosis parecía haberse cebado en él desde que faltaba su esposa,
porque no
se tomaba la medicación que en su día le ordenó el médico.
Siempre vivió locamente enamorado de Anabel. Nada era suficiente
para su Anabel, como él decía. Pero desde que su mujer desapareció
su movilidad quedó reducida y ya no podía bailar. Anabel, toda su
vida, había sido una apasionada del baile y Raimon le había
acompañado siempre porque era lo que a ella más le gustaba. Desde
entonces ya no había bailado, salvo algunos pasos desperdigados
cuando se dirigía de un lado a otro de su casa, generalmente
acompañado de unas lágrimas pertinaces.
Raimon
sentía unas ganas locas por bailar. «Antes bailaba por complacer a
Anabel, pero ahora que ella no me empuja a hacerlo…, necesito
bailar», se obstinaba. Y se arrancó, apoyado en su bastón, a dar
unos pasos. «Esto no es lo mismo», se dijo, y cesó en su empeño,
arrojando el bastón en el que se apoyaba, con rabia, contra el
respaldo del sofá.
Su
casa siempre había estado limpia, ordenada, y ahora comenzaba a
presentar signos de dejadez.
María,
su vecina, en la que siempre se habían apoyado, era una mujer
gruesa, que gritaba, maldecía y protestaba por
cualquier cosa, con la cara sonrosada y la respiración difícil.
Tenía casi su misma edad y un marido postrado en la cama desde
hacía tres años, debido a su demencia senil. Cuando necesitaba
moverlo llamaba a Raimon, que jamás se negó y le ayudaba siempre
que estaba en su casa. Desde que se casaron, Anabel y María, se
habían llevado como hermanas. A partir de la muerte de Anabel,
María, todos los días, le llevaba un plato de comida a Raimon.
—María
no me traigas el plato de comida a partir de mañana—, le dijo
Raimon emocionado.
—¡Maldita
guasa! Claro que te lo voy a llevar mañana, y pasado y al
otro…—, le respondió con genio.
—No,
María. Me voy al Centro de Mayores “La Aurora”. Me han aceptado
y mañana ingreso.
—Ahí,
pero si en esos sitios te despluman—, protestó María.
—Con
mi paga del mes, puedo pagarlo.
—Por
el plato de comida no lo hagas, a mí no me supone mayor esfuerzo.
—Ya
lo sé, María. Pero no puedo continuar así—, le dijo señalando
el aspecto que presentaba la casa.
—En
eso tienes razón. ¡Maldita guasa! Raimon,
yo no puedo hacerme cargo de otra casa, ya no me quedan fuerzas…
Entiendo que no puedas vivir así. Además, debes relacionarte con la
gente como siempre has hecho.
María
se acercó a Raimon y lo rodeó con un abrazo tan lleno de sinceridad
como de carnes, con lágrimas en los ojos.
Raimon
se presentó en el Centro de Mayores La Aurora, con una maleta medio
vacía: Cuatro mudas, varias camisas, tres pares de pantalones y un
traje de hacía diez años, de cuando se casó la hija de María. Y,
un porta-fotos con una fotografía de Anabel sonriendo, que siempre
había tenido sobre su mesita de noche.
Fue
recibido con amabilidad por los responsables del centro, que le
acomodaron en una habitación, con un gran ventanal que daba a un
patio interior. El patio era un frondoso jardín, de plantas
exuberantes, árboles altos y de tupido ramaje
que proporcionaban confortables sombras; plagado de flores: rosas,
claveles, orquídeas, tulipanes, geranios, lirios…, lo que
desde la primavera dotaba al jardín de un aroma muy agradable.
Raimon era un amante de la naturaleza y sintió una enorme alegría
al verse acomodado en aquella discreta habitación: una cama en la
que colgaba hasta el suelo una cubierta por todo alrededor, con un
cabezal poco ostentoso sujeto a la pared y una mesita a juego, que
formaba parte del mismo cabezal. Un pequeño armario empotrado,
suficiente para guardar sus pertenencias. Una serigrafía de una
cabeza de caballo, enmarcada, colgada en la pared de enfrente a la
cama. Un plafón pegado al techo y un tablero abatible colgado de la
pared que hacía de mesa, con una silla de escaso respaldo, componían
el contenido del que podía disponer en su intimidad.
A
la hora de la comida fue presentado al resto de residentes. Se sentó
junto a Práxedes, una mujer algo más joven que él, de rostro muy
jovial y ojos vivarachos. Le estuvo hablando durante toda la comida.
Se notaba que era una mujer de conducta refinada, inteligente. A
pesar de su poco ánimo, Raimon, se sintió aliviado, aunque en algún
momento hubiera preferido que se callara.
Con
el paso de los días Práxedes, se había convertido en el lazarillo
de Raimon. Pasaban todo el tiempo que podían en el jardín paseando
o sentados en cualquiera de lo bancos, diseminados por el patio.
Raimon recuperaba con rapidez su buen estado de ánimo, volvía a ser
jovial y dicharachero, en sólo tres meses que llevaba en la
residencia. Práxedes le recordaba en cierta manera a su esposa
Anabel. Había abandonado su bastón para moverse por la residencia.
Con tres pastillas diarias y buen humor, estaba consiguiendo
recuperar su buen aspecto físico. Raimon tenía una cabellera
abundante, de color blanco, ojos grandes, y una nariz aguileña, de
175 centímetros de alzada y muy erguido. No era mal parecido, aún
poseía cierto encanto que volvía a aparecer desde que llegó al
centro.
Práxedes
leía todas las tardes después de la siesta, hasta que sus ojos
pequeños, y azules como el Mediterráneo, le decían basta. Raimon
sólo ojeaba los diarios y se detenía en alguna ocasión ante un
titular que llamara su atención. Raimon pasaba más tiempo
observándola, que con un diario en las manos. Su cabello de color
castaño con mechas rubias, de media melena, que no llegaba a
descansar en los hombros, su tez blanca y sonrosada, y su voz…,
aquella voz dulce y melodiosa, junto a un cuerpo que a él le parecía
el de una musa, le habían embaucado.
Raimon
y Práxedes pasaban juntos todo el tiempo que les permitían las
normas del centro. Todos los sábados por la tarde, organizaban un
baile y Raimon enseñó a Práxedes. Ella no había tenido costumbre
de bailar en su vida fuera del centro. Comenzaron a esquivar las
normas y Raimon a la hora de la siesta se metía, de cuando en
cuando, en la habitación de Práxedes. Hasta que un
anciano, llamado Manuel, lo denunció a la directora.
Fueron
el hazme reír de la reunión que se celebraba semanalmente, en la
que cada cual daba su parecer de lo que sucedía en el centro.
Raimon
estaba muy furioso, de hecho amenazó, blandiendo su bastón que ya
no usaba, a Manuel, por lo que fue castigado a no salir de su
habitación, mientras el resto de residentes estuvieran fuera.
Práxedes
le visitaba en su habitación siempre que podía, y los ojos
escuálidos y escudriñadores de Manuel
no estaban al acecho.
—Práxedes,
si no estuvieras tú aquí, me volvía a mi casa—, le dijo Raimon
con aflicción, apenas la vio entrar.
—¡Anda!
No digas tonterías. ¿Dónde ibas a estar mejor que aquí?
—En
mi casa, contigo.
—Tanto
tú como yo necesitamos cuidados…
—Por
eso mismo te he dicho que estaría mejor en mi casa contigo. Tú
podrías ocuparte de mí y yo, por supuesto, de ti.
—Porque
haya algún energúmeno, que se meta donde no le llaman, no significa
que no se pueda vivir bien en el centro.
—Yo
en el centro he estado muy bien, hasta que ese tal Manuel…
—No
le hagas caso, Raimon. Ese tal Manuel, no tiene más que envidia y
celos de ti, porque él no me pudo conseguir.
Práxedes
tenía una paciencia infinita con Raimon, al que le explicaba el
significado de muchas de las frases que comenzaba a leer de los
diarios y no comprendía. Práxedes le decía a menudo, que le estaba
haciendo recordar, gratamente, su años de educadora. A pesar de sus
intentos de calmar el ánimo de Raimon, él estaba empecinado en que
aquel no era sitio para ellos dos.
Eran
la comidilla del resto de residentes, que no cesaban en denunciarles
a la dirección de los pasos que daban.
En
la siguiente reunión Práxedes, sin esperar a que le dieran la
palabra, se dirigió a sus compañeros.
—Habéis
hecho que una buena persona haya sido castigada, como un niño…
—Práxedes
no es tu turno…—, le empezó a decir la directora.
—No
me importa si es o no mi turno para expresar lo que siento—, la
interrumpió con brusquedad. —No me va a hacer callar. Y después,
si quiere, me castiga a mí también. Me parece que la envidia y los
celos han sido el motor que ha movido esta patraña, o no, Manuel.
Porque alguien o muchos de vosotros no admitáis que dos personas
quieran pasar el resto de sus días juntos, se enamoren y puedan
volver a ser felices, no se les puede condenar. Porque algunos de
vosotros seáis incapaces de convivir con el resto no tenéis derecho
a juzgar y a fastidiar a dos personas que sí son capaces de vivir
juntos. Jamás he quebrantado las normas del centro. Jamás he alzado
la voz a ninguna persona responsable ni a cualquiera de mis
compañeros, pero creo que esto ya es excesivo—, dijo con la mirada
puesta en la directora. —Usted, que se supone que nos conoce, se
supone que cuida de que cada uno de nosotros se sienta feliz, no
debería haberse inmiscuido en una pataleta por celos. Somos
mayorcitos, señora. Y somos responsables de
nuestros actos y consecuentes como personas cabales que hemos
demostrado ser desde que estamos en “su” centro—. Y sin dar
tiempo a una réplica se marchó en busca de Raimon, ante las
insistentes llamadas de la directora.
Raimón
y Práxedes esperaron a la hora de la siesta para abandonar el Centro
de Mayores La Aurora. Cada uno con su maleta —aprovecharon que la
recepcionista tomaba café con sus compañeras— salieron con
sigilo. Cogidos de la mano caminaron durante un buen rato. Se
sentaron en un banco del Parque Municipal, que estaba a medio camino
de la residencia y la casa de Raimon. Unas palomas pululaban por su
alrededor buscando qué comer y se dejaba sentir el olor a césped y
tierra mojada. Oyeron pasar veloces a dos coches de policía por la
avenida Reyes Católicos, que demarcaba el parque. Cuando salieron a
la avenida, fueron requeridos por dos guardias, lo que les produjo
inquietud. Un fuerte golpe entre dos coches en el cruce que tenían
delante, distrajo la atención de los guardias que se interesaron por
si había heridos, momento que aprovecharon Práxedes y Raimon para
huir de los policías. Llegaron a la bifurcación de la calle
Céspedes con la calle Antonio Maura en la que vivía Raimon y vieron
a un policía hablar con María, que braceaba y parecía excitada.
Volvieron por donde habían venido y se dirigieron a la estación de
autobuses. Sacaron dos billetes para ir a Corralón del Tena, pueblo
donde tenía su casa Práxedes, que estaba a diez kilómetros.
A
medida que se acercaban al pueblo, desde lo alto, Raimon vio como el
río Tena, en un gran meandro, parecía abrazar al pueblo. Tenía
una gran masa de arboleda de un verdor precioso por todas partes. Sus
casas eran bajas, bien encaladas y grandes, con hermosos portones.
Cuando Práxedes introdujo la llave en la cerradura, se les acercaron
dos policías nacionales y les pidieron que les acompañaran. Los
vecinos de la mujer salieron a los portales al oír la discusión.
Práxedes que jamás había dado qué hablar estaba sofocada.
Mientras tanto Raimon les pedía explicaciones a la pareja de
guardias, que se limitaban a decirle que no estaban detenidos, pero
que debían acompañarles. Los vecinos recriminaron a la pareja de
policías.
No
tardó en llegar la hija de Práxedes, y los guardias se marcharon.
Durante horas se dedicó a intentar convencer a su madre, mientras
lanzaba duras miradas de desaprobación en dirección al pobre
Raimon, que esperó sentado, imperturbable, en el sofá de la sala.
Por
fin salió Práxedes y cogió a Raimon del brazo. Asi, juntos, como
dos chiquillos, montaron en el coche de la hija de Práxedes, quien
los condujo de vuelta al Centro de Mayores, cuando ya caía la tarde.
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