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miércoles, 22 de abril de 2015

UN NUEVO AMOR



Olga esperaba impaciente y nerviosa la llegada de Robert, era la primera visita que éste hacía a su casa. Había dispuesto cada cosa en su sitio, nunca fue desordenada, pero en esta ocasión quiso cambiar algunos objetos de lugar, confiando en hacer el ambiente más agradable y sorprender a Robert, con el que salía desde hacía unas semanas.
En el recibidor, sobre un mueble moderno, situó una figura indefinible pero muy llamativa. Flanqueada por un pequeño ramo compuesto por cuatro tulipanes blancos. A la izquierda unas puertas correderas de nogal daban acceso a un gran salón, en el que la parte importante de la decoración era la luz, grandes ventanales daban frente a la puerta de entrada proporcionando una luz intensa. Unas cortinas de estilo japonés, a juego de las paredes, mitigaban aquella iluminación.
Toda la decoración de la casa contrastaba con la puerta corredera, que se obstinó en no tocar.
Olga supervisaba todos los detalles una y otra vez, moviendo los objetos que tenía a su alcance para volver a colocarlos en el lugar que se encontraban. Miraba su reloj de pulsera sin parar. Una llamada de teléfono la sobresaltó irracionalmente.

¿Diga? Respondió con voz nerviosa.
Mamá, soy Carla.
Hola, hija.
¿Qué te pasa? Te noto rara.
Nada. No me pasa nada. Sólo que me ha dado un susto el teléfono.
¡Venga, mamá!, dime qué sucede. Te noto nerviosa.
En ese mismo instante sonó el timbre de la puerta.
Hija, estoy bien. Luego te llamo, o mañana y te lo explico todo. Adiós. «Carla se habrá extrañado. Mañana la llamaré» se dijo.
Después de parar el teléfono abrió la puerta.
¡Buenas tardes! Dijo Robert.
¡Hola, Robert! Has sido puntual.
Eso siempre. ¿O es que querías que me retrasara?
No. No es eso.
Yo jamás acudiré tarde a una cita contigo. Bien, ¿me vas a dar un beso?
Sí, claro. Perdona. Es que estoy un poco nerviosa.
Después de darle un beso, Olga, se apartó de la puerta permitiendo la entrada de Robert, que escudriñaba el pasillo y el salón cuando entraron en él. Olga seguía los pasos de Robert que dio una vuelta por el salón en absoluto silencio.
¡Oh! Disculpa. Son para ti dijo Robert ofreciéndole el ramo de rosas rojas que había ocultado a su espalda.
Muchas gracias, Robert. ¡Qué detalle! Son preciosas. No tenías que haberte molestado...
No es una molestia. Es una cortesía a la que no iba a renunciar.
Gracias, de nuevo. Las pondré en un jarrón.
Olga salió para ir a buscar un jarrón en el que colocar el ramo. Una vez regresó, puso el jarrón de cristal con las rosas, en el que previamente había vertido un tanto de agua, en el módulo del mueble que descansaba sobre el suelo, en un lugar preferente.
Robert era un tipo alto, delgado, de tez morena. Su pelo, anillado, era negro, y sus ojos pequeños, negros, también, de mirada penetrante. Tenía el mentón muy marcado y un semblante rudo. Robert continuó observando todo lo que le rodeaba en el salón que parecía complacerle. A la izquierda había una mesa de madera lacada en blanco con el tablero de cristal oscurecido, circundada por seis sillas a juego de un atrevido estilo modernista. Más adelante y sobre la pared, blanca, un cuadro abstracto con tonos predominantes en rojos y negros sobre un fondo gris, simulando el epicentro de un huracán. A continuación una gran cheslong con el tapizado a juego de las sillas y unos mullidos almohadones. Justo en frente, un mueble modular, también, lacado en blanco, sobre el fondo de pared gris oscuro, en el que estaba situada la televisión de gran formato; a ambos lados del aparato una góndola cromada con pétalos de rosas rojas. En los estantes del mueble había colocado detalles de un viaje reciente a Túnez, alguna fotografía de ese mismo viaje, un libro reproducción del de la Tora que compró en el shkus, y otra fotografía con el rostro de una bella mujer: su hija, periodista, que ejercía en Barcelona, de la que se sentía especialmente orgullosa. Sobre el rincón que formaba la librería con los grandes ventanales una gran lámpara de pie a juego. En el techo, al centro de la sala colgaba una lampara de un estilo moderno y forma muy peculiar. Y sobre la pared que quedaba tras la cheslong una cascada de luz invertida que surgía desde el techo, llegando hasta la altura de otro cuadro de mayor tamaño que el anterior y similar motivo.
No está muy acorde la puerta corredera con la decoración de la casa, ¿no te parece? dijo Robert en tono burlón.
Ya lo sé. Pero quise conservar la puerta a toda costa.
Es una pena. Yo la habría quitado.
Pero yo no.
No me gusta que me provoquen dijo Robert en un tono duro. Claro que tú de esto sabes poco.
Olga se limitó a mirarle, algo contrariada, sin responder. Él se sentó en el sofá. Olga puso un mantel de color granate sobre la mesa, sólo cubría el centro del cristal, los laterales del tablero quedaban a vista. Colocó un plato más grande de lo normal a cada extremo del mantel, delante de cada plato dos copas; a sus costados, puso dos servilletas y sobre éstas los cubiertos: cuchillo y tenedor. Olga volvió a la cocina. Al poco regresó con dos platos de entrantes: canapés de salmón y sucedáneo de caviar en uno de los platos y en el otro queso y jamón serrano, mitad por mitad que dejó en el centro de la mesa. Robert se levantó con agilidad del sofá y se sentó en la silla. Tomó un trozo de jamón y con los dedos movió de un lado para otro los canapés, al tiempo que refunfuñaba sobre ellos, con evidente signo de desaprobación.
Trae una cerveza. O mejor ¿tienes vino tinto?

Sí, pero no sé si te gustará. Yo no entiendo mucho de vinos, en el supermercado me han dicho que era bueno dijo Olga, al tiempo que iba en busca del vino.
¿Quién te lo ha dicho una mujer?
Sí. La encargada.
¿Qué sabréis vosotras de vinos?
Pues esta chica lleva muchos años en la sección de la bodega le dijo Olga desde la cocina.
Olga le trajo la botella de vino y el sacacorchos.
Este vino no lo conozco. Es un rioja..., alavesa. Humm, no sé, no sé.
Descorchó la botella y se sirvió un poco de vino en la copa y al probarlo hizo un gesto de aprobación.
¿Quieres vino?
Sí. Por favor.
Robert sirvió un poco de vino a Olga y él se sirvió casi media copa. Después de la cena, casi acabaron con el vino riojano. Robert se volvió a sentar en el sofá viendo la televisión, y a la espera de que Olga hiciera el café. Pasaron unas horas charlando, viendo la televisión entre algún beso furtivo y alguna que otra copa. Robert, de momento, empezó a hacerle arrumacos a Olga que le correspondió, aunque tuvo que apartarlo un par de veces.
Robert, hoy no. Aún no estoy preparada.
No digas tonterías, ni que fueras una niña.
No se trata de eso. No quiero hacerlo en tu primera visita.
¡Vaya! Eres puritana dijo Robert, con gesto agrio y los ojos enrojecidos.
No me malinterpretes, Robert. Todo llegará.
Disculpa. Entiendo perfectamente tu postura, Olga dijo Robert en tono meloso.
Gracias Robert. No quiero que te enfades.
No estoy enfadado. Por ti hago lo que sea. Te quiero tanto, siempre te querré. Para mí no hay otra mujer en el mundo.
Olga se abrazó con ímpetu y le besó en los labios apasionadamente.
A la mañana siguiente Olga llamó a su hija.
Carla. Perdona que no hablara más anoche, pero es que se presentó una visita en aquel mismo instante y tuve que cortar la llamada.
¿Quien fue para no hablar conmigo?
Es un señor. Se llama Robert y es encantador, hija.
Pero le conoces ayer y ya te lo llevas a casa...
No, Carla. Estamos saliendo ya varias semanas.
Y ¿Por qué no me habías dicho nada?
Porque es muy poco tiempo y no estaba segura...
¿Y ahora ya estás segura?
Nos estamos conociendo. Es un gran hombre y muy apuesto...
¿Te lo llevaste a la cama?
¡Noo! ¿Cómo puedes pensar eso?
¡Huy! Mamá. Presiento que vas más deprisa de lo que yo podía imaginar.
Carla, tranquila, todo a su tiempo.
Oye, mamá, te tengo que dejar, voy a entrar en la redacción. Muchos besos. Y tenme informada al detalle. Quiero saber cómo va esa relación, y envíame una foto de él. Quiero verlo.
Muy bien lo haré. Muchos besos, hija.
Olga y Robert siguieron viéndose cada vez con más asiduidad. Robert no descuidaba ni el más mínimo detalle, y sin ningún motivo, de cuando en cuando, aparecía con un regalo. Constantemente le repetía el cariño que le tenía, que era la mujer de su vida y que no podría vivir sin ella. Al cabo de un mes Robert se instaló en casa de Olga.
La relación de Robert con los vecinos era extraordinaria, siempre atento a cualquier cosa que pudieran necesitar o simplemente gastando bromas con excelente simpatía; se había hecho querer de todos. Olga era felicitada por todos ellos por la suerte que había tenido.
El primer sábado desde que vivían juntos, Robert anunció a Olga que saldrían a cenar. Mientras ella limpiaba la casa, él le dijo que iba a ver un partido de balonmano al Palacio de Deportes. Cuando llegó, Olga ya estaba arreglada y dispuesta para salir.
¿Dónde te crees que vas? Dijo Robert en un tono duro.
Dijiste que íbamos a cenar y me he arreglado un poco.
¡Un poco! Te has arreglado como para ir aun club no a cenar le recriminó Robert alzando la voz.
Pero si me he arreglado así para ti.
Con esa minifalda..., y ceñida así, no vas a ir a ninguna parte siguió gritándole.
Está bien, Robert. Si no te gusta me cambio, no quiero que te enfades.
¡Cómo no me voy a enfadar! Vas vestida como una puta le dijo al tiempo que le daba un fuerte empujón haciendo que cayera en el sofá. ¿Quieres que todos te miren por donde pasas? ¿A quien quieres provocar?
Ya está bien, Robert. No soy ninguna puta ni quiero que me mire nadie más que...
Robert no la dejó terminar, le dio un bofetón que la dejó sin oír del oído izquierdo un buen rato. Olga corrió a su habitación y se encerró en ella. A pesar de disculparse Robert repetidas veces Olga no abrió la puerta. Echada en la cama no dejaba de pensar en lo que había sucedido y cómo una minifalda podía haber provocado aquella reacción del hombre al que quería.
Al cabo de un buen rato de intentar hablar con Olga, Robert, se sacó una cerveza y una bolsa de patatas fritas y se sentó en el sofá colocando los pies en la mesa. Se dispuso a ver el partido de fútbol que echaban por la televisión. Olga salió de la habitación después de acabado el partido y Robert corrió en pos de ella y abrazándola la besaba por toda la cara y el cuello.
Cariño, perdóname. No sé qué es lo que me ha pasado. Sabes que eres la mujer que más quiero en este mundo. No puedo vivir sin ti. Si tú me faltaras yo me mato. No sé..., cuando te he visto así vestida, tan guapa... He creído perderte y...
Me has hecho mucho daño se limitó a decir Olga.
Ya lo sé. Y no volverá a ocurrir.
Me había vestido así sólo para ti. A mí no me interesa ningún otro hombre.
Verás que vamos a ser muy felices le dijo Robert.
Llevaban varios meses en los que en algunas ocasiones tuvieron discusiones airadas y Robert no había dejado de ningunear a Olga y la había golpeado alguna que otra vez. Ella se había tornado huraña, escurridiza con los vecinos y amigos, y hasta con Carla hablaba lo menos posible, lo que había llegado a preocupar a su hija. Olga siempre iba con grandes gafas de sol y cabizbaja. Se consideraba una inútil, que no hacía nada bien, por eso Robert se desquiciaba.

Una mañana que Olga regresaba de la compra, con una cesta en la mano, se topó con su vecina.
¡Olga! ¡Olga! Por fin te veo le dijo la vecina de rellano que era bastante mayor que ella. Llevo mucho tiempo pendiente de ti, de poder hablar contigo. Anda, pasa a mi casa...
No. No. Si viniera Robert se enfadaría...
¡Ése! Ése ya no se va a enfadar más. La que tienes que estar enfadada eres tú y acabar con esta situación. Bien nos ha engañado el canalla.
No diga usted eso. Es un buen hombre. Yo estoy un poco torpe últimamente.
No digas sandeces. Tú eres una mujer como las que no quedan. Tienes que denunciarle y acabar con ese martirio.
¡Calle! ¡Calle! Y Olga, llorando, se introdujo en su casa.
A pesar de que la vecina golpeó la puerta un buen rato, Olga no le abrió. Lloraba desconsolada mientras limpiaba la casa, lo hacía dos veces al día, para que Robert no le dijera que estaba sucio, que qué hacía durante todo el día y provocar su ira. La mujer se propuso hablar con Carla.
Carla llamó repetidas veces a su madre sin conseguir que le respondiera. Por fin le cogió la llamada.
Mamá, ¿por qué no me coges el teléfono? Me tienes muy preocupada.
No lo había oído.
...¿Qué está pasando, mamá?
Nada, hija. Qué va a pasar.
Mamá no me ocultes nada. Este fin de semana voy a verte, vamos a pasarlo juntas...
No..., no vengas. Este fin de semana estamos fuera. Robert y yo nos vamos de hotel.
¿Robert? De todas formas puedo ir y...
¡No! y le colgó a su hija.
Había pasado una semana desde que le hablara su vecina y en casa de Olga salvo algún improperio y algún zarandeo, no hubo nada más.
Esta tarde voy a salir con los amigos. Espero que cuando vuelva esté todo en condiciones y la cena preparada. Hoy no quisiera enfadarme.

Al rededor de las diez de la noche, de ese viernes, Robert regresó a casa. Apenas abrió la puerta y lo vio, Olga se puso a temblar. Su rictus agrio vaticinaba una noche tensa. Sin mediar palabra Olga comenzó a preparar la mesa para servirle la cena, desde hacía algún tiempo ella cenaba en la cocina porque él así se lo había ordenado. Robert se sentó a la mesa y al ver la cena que Olga le había preparado se encrespó con ella.
¡Esto es una mierda de cena! Dijo dándole un manotazo al plato.
Olga se apartó de la mesa en silencio pero al momento volvió para retirar el plato. En ese momento Robert la cogió de la muñeca y se la retorció, haciendo que Olga se encorvara gimiendo de dolor.
¡No vales para nada! ¡Tú no quieres hacer las cosas bien! Lo haces a propósito para enfadarme. Siempre tienes que sacarme de mis casillas. No aprenderás nunca. ¡No sirves ni para la cama!
Se levantó de la silla y comenzó a golpearla en la cabeza, en la cara, le dio patadas y cogiéndola por el pelo la echó al suelo y la arrastró. En un momento que pudo zafarse de Robert, Olga se dirigió a la puerta y salió al rellano de la escalera.
¿Dónde crees que vas? ¡Vuelve aquí! le gritó Robert.
Robert corrió hasta alcanzarla cuando estaba en el primer escalón. La cogió del pelo, otra vez, y siguió golpeándola con más saña.
¡Por favor! No me pegues más, no puedo resistirlo.
Yo te diré hasta cuando vas a resistir aullaba Robert que le seguía pegando entre las súplicas de Olga.
En ese momento se abrió la puerta de la vecina de rellano y salió Carla con un bate en las manos y se acercó por la espalda.
¡Hijo de puta! Suelta a mi madre.
Robert se giró sorprendido y no vio más que el bate que se estrelló contra su cara. Cayó desvanecido y ensangrentado. Un gran corte le recorría desde la frente hasta el labio, por el que sangraba abundantemente. Olga y Carla se abrazaron y lloraron juntas.



miércoles, 15 de abril de 2015

SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso



         EL PRÓXIMO DÍA 20 DE JUNIO DE 2015 PRESENTO MI PRIMERA NOVELA "SUBSAHARIANO..., a las puertas del paraíso" EN LA CASA DE CULTURA DE PETRER.

ENTRE LA RESPONSABILIDAD Y EL DESEO



Una brisa placentera acariciaba el tiempo de sobremesa, después de una sabrosa comida, en un chiringuito de playa, en la que un poco de vino blanco, seco, de moscatel, adormiló a las tres comensales que se habían reunido a requerimiento de Marian. Era una mujer de mediana edad, como sus dos amigas, de tez morena, dulce mirada y voz aterciopelada. Sus pómulos eran algo marcados, su boca proporcionada y bien dotada de nariz, sin llegar a ser exagerada.

Era una costumbre: cada tres meses se reunían las cuatro amigas en un chiringuito de playa, comían y bebían de forma exuberante al tiempo que hablaban de sus cosas, aunque en esta ocasión fueron más comedidas.

En el recuerdo de las tres estaba Esperanza, de la que ya hacía tres meses que no sabían nada y a la que homenajeaban en esa reunión. Esperanza trabajaba como Trabajadora Social en un centro de acogida. Era esbelta, de grandes ojos sesgados y labios carnosos. Sus cabellos eran rubios y una gran melena que se le rizaba en las puntas le llegaba hasta media espalda. Tenía un carácter introvertido, le gustaba escuchar. Y, siempre tenía una palabra de aliento.

Se habían reunido las tres amigas, Marian, Úrsula y Lola, con motivo de no perder de la memoria a Esperanza. Siempre se reunían los viernes porque eso les liberaba algo más de sus ocupaciones. Intervino Úrsula para salir del sopor de la sobremesa:

¿Recordáis aquella comida en la que Esperanza nos preguntó por lo qué íbamos hacer cada una de nosotras en Semana Santa?
Naturalmente, ¿quién va a olvidar aquella comida? — Dijo Marian.
¿Y su familia sabe ya algo de ella?— preguntó Lola.
La semana pasada hablé con su hermano. Me dijo que la policía no sabe nada, que la embajada está detrás del asunto, pero no hay noticias todavía— respondió Marian.
No entiendo por qué Esperanza tuvo que ir hasta Marruecos para hablar con el padre de Rachida, podía haberle llamado por teléfono— protestó Úrsula.
Según el hermano de Esperanza, en la embajada, valoran la posibilidad de que haya desaparecido por propia voluntad— continuó Marian.
Pero cómo pueden decir una cosa así... Eso lo dicen porque no conocen a Esperanza― añadió Lola.
Os acordáis de lo que nos contó la última vez que estuvimos juntas..., — dijo Úrsula tras una pausa.
Sí, fue todo muy extraño. Se la veía muy preocupada. Empeñada en ayudar a esa chica, cómo se llamaba...
Rachida. Según explicó Esperanza, querían casarla con un primo suyo. Con sólo catorce años, ¡que barbaridad!— Dijo Marian.
Esperanza conoció a esa niña el año pasado. Creo que se encaprichó con ella― comentó Úrsula.
Normal, era tan dulce— añadió Marian.
Yo creo que la han secuestrado— apuntó Lola.
¡Mujer no digas eso!— se sobresaltó Úrsula.

Siguió un silencio después de las palabras de Lola, como si las otras amigas, sin decirlo, pensaran lo mismo.

Esperanza estaba muy preocupada por Rachida. Ella que nunca había permitido que su trabajo le afectara personalmente. Aquella niña..., desde que la vio en el centro de acogida se convirtió en la hija que nunca llegó a tener. Hablaba febrilmente de todo lo que hacía aquella pequeña. Algo cambió en el interior de Esperanza. El amor que sentía por Rachida añadió preocupaciones a su existencia.

Cuando la pequeña le contó a Esperanza que sus padres habían concertado su matrimonio, se indignó. Sólo era una niña. Desde aquel momento Esperanza pasaba todo el tiempo que le permitían sus obligaciones con Rachida.

Un día Esperanza les contó a sus amigas, en una de sus habituales reuniones en la playa, que había planeado ir a Marruecos para hablar con los padres de Rachida.

A pesar de la apariencia decidida que reflejaba hacia fuera, a Esperanza, en su interior, le abrumaban muchas dudas. Pensaba que posiblemente tuvieran razón sus amigas al tratar de disuadirla de sus propósitos. Aquello no hizo más que confirmar sus propios temores. Quizá se había precipitado al decirle a Rachida que iría a hablar con su padre. Según le contó la propia Rachida, en alguna ocasión, su padre y, sobre todo, su hermano mayor, eran muy respetuosos con sus creencias y su religión. Seguían la Sharia al pie de la letra. No son malas personas, aseguraba ella, pero sí muy cerrados en lo suyo. La Sharia era la columna vertebral de sus vidas. Un mohín triste justificaba su estado de ánimo. Esperanza iba perdiendo día a día el aplomo que siempre le caracterizó, a medida que se aproximaba el día de su viaje.

Finalmente Esperanza partió hacia Rabat, aprovechando las vacaciones de Semana Santa. La familia de Rachida vivía en un pueblo llamado Aïn El Aouda, distante veintiocho kilómetros, desde el aeropuerto. Un taxi le llevó hasta la casa de la Familia de Rachida, situada en un callejuela al noreste de la población. El padre de Rachida se negó a recibirle y fue la madre quien salió a ver a Esperanza, con la preocupación en su rostro.

¿Qué le ha sucedido a mi hija?― Preguntó sobresaltada.
Nada. Nada. Rachida está muy bien, tranquilícese.
¿Quién es usted?
Mi nombre es Esperanza y soy la tutora de Rachida en España. Su hija está muy bien. Les manda muchos besos, y está aprendiendo mucho.
No le diga eso a mi marido, ni a mi hijo. Ellos no ven muy bien que la mujer sepa de cosas fuera de la casa― casi le suplicó la madre.
Yo precisamente vengo desde Valencia para hablar con su esposo sobre ella.
¿Qué es lo quiere decirnos?
Sería mucho mejor que hablásemos dentro y con su marido delante, ¿no le parece? ― Dijo Esperanza.
¿Rachida ha hecho algo que está mal?
No. No. Al contrario. Rachida es una niña muy dulce.
Entonces no entiendo qué cosa debe ser tan importante para que usted se haya molestado en hacer el viaje hasta aquí― dijo la madre de Rachida.
Es sobre su boda.
Ah. Es eso. No sé si mi marido o mi hijo querrán recibirla. Es un asunto cerrado― dijo la mujer en tono apesadumbrado. ―Espere aquí, se lo diré a mi marido.
Después de unos minutos volvió a salir la madre de Rachida:
Discúlpelo usted, pero mi marido dice que no hay nada que hablar sobre la boda. Está todo acordado...
Pero es sólo una niña― protestó Esperanza.
Son nuestras costumbres..., Esperanza ¿dijo usted?
Sí. Soy Esperanza. Señora, dígale a su marido que no me iré sin hablar con él.

Se lo prometí a su hija y así lo haré, aunque tenga que abordarlo en medio de la calle.

Esperanza, póngase usted un hiyab― le rogó con voz dulce y se introdujo después en su casa.

Esperanza estaba encolerizada, había hecho un viaje muy largo para dejarse persuadir tan fácilmente. Volvió al taxi que la condujo hasta el hotel que tenía contratado. Después de haber deshecho la maleta y darse una ducha se tumbó sobre la cama. Una lámpara heptagonal de cristales de varios colores colgaba del techo. Una ojeada posterior le convenció de que la habitación tenía muy arraigado el estilo árabe. Le había causado muy buena impresión la madre de Rachida, la veía con los mismos rasgos y la misma dulzura de su hija. Pensó en lo que le había dicho de colocarse un hiyab y se convenció de que si tenía alguna posibilidad de hablar con el marido tendría que ser llevando el velo.

A la mañana siguiente volvió a tomar un taxi y se presentó en casa de Rachida. De nuevo fue recibida por la mujer. Llevaba un jilyab que le cubría hasta la cintura, sobre un abaya hasta los pies de vivos colores, cuello de pico y mangas largas. A Esperanza le pareció una mujer muy bella.

Salam malecum― dijo Esperanza al verla.
Malecum salam. Se ha puesto usted el hiyab.
Sí. He hecho lo que me dijo. ¿Me recibirá ahora su marido?
No podrá recibirla porque no está aquí. Hasta la tarde no volverá, fue a Rabat.
¿Cuál es su nombre? Al menos que pueda dirigirme a usted.
Fátima.
Fátima, ¿usted no puede oponerse a esa boda?
No puedo, es la voluntad de Alá.
Cómo la voluntad de Alá, es la de su marido― dijo alzando la voz.
Por favor señora Esperanza, pase.

Tenía una casa muy modesta pero limpia, observó Esperanza. Un aroma a té de hierba buena inundaba la casa.

Por favor siéntese en el sofá― la invitó solícita Fátima, accediendo Esperanza.
Le queda muy bien el velo― añadió complaciente.

Esperanza se limitó a mirarla dubitativa.

¿Quiere un té de hierba buena? Lo estoy haciendo.
No lo he probado nunca de hierba buena; pero, bien sí, se lo aceptaré.

Fátima se acercó a la cocina y al momento entró con una bandeja en las manos con el borde bañado en oro y una franja de unos dos centímetros pintada con detalles morunos, y en el centro dos vasos de cristal, uno marrón y otro verde, con la embocadura a juego de la bandeja.

No piense que mi marido es mala persona. Tampoco mi hijo. Son nuestras costumbres.
Pero, Fátima, Rachida no es más que una niña― dijo echando un trago de té y asintiendo con la cabeza.
Lo sé. Pero aquí la vida es así― dijo con un tono de resignación.
Usted no está de acuerdo con el casamiento de su hija, ¿verdad?
Qué más da, si yo estoy de acuerdo o no.
Fátima debe oponerse al deseo de su esposo. No lo debe permitir.
Señora, eso aquí no es tan fácil. Yo podría tener problemas muy graves por desobedecer a mi marido.
Ya. Entiendo.
Yo convencí al padre de Rachida para que ella fuera a España porque este casamiento estaba convenido desde que nació mi hija. Su futuro esposo tiene cuarenta años. Yo no quiero que Rachida vuelva aquí. Esperanza, si usted pudiera conseguirlo...
Fátima para eso estoy aquí, para evitar ese casamiento. Ahora que sé su postura todavía me da más fuerza para luchar por ella.

Esperanza le dio a Fátima una tarjeta del centro, en la que anotó el nombre del hotel donde se hospedaba y el número de habitación. Después de beber el té, Esperanza le dijo que volvería a la mañana siguiente y se despidió con un beso.

A media tarde Esperanza se encontraba en su habitación y una llamada de teléfono la sobresaltó un instante.

La esperan en recepción― le anunciaron.

El recepcionista le indicó con el dedo el señor que la esperaba, que había tomado asiento en uno de los sofás del hall. Ella cuidadosamente se había colocado el hiyab sin ceñirlo a la cara, dejándolo caer hasta el pecho y llevar las puntas del pañuelo hasta la espalda.

¿Me buscaba?
Es usted Esperanza Martínez― dijo mirando la tarjeta que llevaba en su mano.
Sí. Soy yo.
Mi nombre es Abdul y soy hermano de Rachida― anunció tendiéndole la mano.
Mucho gusto en conocerle, aunque esperaba que fuera su padre.
Siento decepcionarla, pero mi padre no ha podido venir; tenía cosas que hacer.
Más importantes que la felicidad de su hija.
La felicidad de mi hermana está garantizada― respondió Abdul irónico.

Abdul iba vestido con un zobe hasta los pies, de color blanco, las mangas hasta los codos y las bocamangas y el cuello, de pico, con una tira de pasamanería de color marrón y dorado. Calzaba babuchas de cuero marrón y un reloj aparatoso en la muñeca izquierda. Su pelo era negro, rizado y entrando en canas; los ojos negros como el azabache, de mirada intensa y una barba prominente. Estaba delgado y era algo más alto que Esperanza.

Bien usted dirá― dijo Esperanza.
Prefiere que nos sentemos o le apetece tomar algo― le propuso Abdul.
¿Podemos tomar una cerveza?
Me temo que no. Pero siempre podemos sustituirla por un refresco o un té.
¿De hierba buena? Esta mañana lo tomé en su casa con su madre y estaba muy bueno.
Puede ser de hierba buena o de cualquier cosa que usted quiera― le dijo mirándola a los ojos.
Tomaré el que usted tome. Por cierto, he venido para hablar con su padre de Rachida.
Mi madre lo ha comentado al medio día y mi padre se ha molestado un poco dijo Abdul con autoridad, pero manteniendo una agradable sonrisa.

Abdul y Esperanza se vieron todos los días a partir de aquel momento, cuando no iba ella al pueblo, acudía él al hotel. Mantenían una relación cordial. La ansiedad de Esperanza por resolver el asunto que le llevó hasta Aïna El Aouda, se había convertido en sosiego cuando estaba con Abdul.

Abdul, me quedan dos días aquí y todavía no he podido hablar con tu padre.
Te aseguro que no hablarás tan sosegada como conmigo.
He de resolver el asunto de la boda de Rachida antes de marcharme.
No te marches.
Que no me marche, dices. Tengo un trabajo, unas amigas que me esperan, y tu hermana que estará desesperada por saber qué he conseguido.
Yo puedo hacer que mi hermana se quede en Valencia, si hablo con mi padre.
Y no estás dispuesto a hablar con él...
Sí, si tú estás dispuesta a cambiarte por mi hermana.
¿Estás loco? Cómo voy yo a cambiarme por tu hermana. No conozco a tu primo.
No tendrías que quedarte con mi primo añadió Abdul mirando con intensidad a los ojos de Esperanza. Sino conmigo.
¿Cómo? ¡Me has tomado por una mercancía! Dijo con voz torpe.
No. Te tengo como a una mujer con la quiero estar.

Esperanza tembló como una hoja, y enrojeció.

Tienes una forma muy particular de declararte a una mujer. Desde luego no me la habría imaginado nunca.
No tengo mucha costumbre, Esperanza. La última vez que lo hice fue a cambio de diez ovejas y desde que murió mi mujer jamás me había interesado ninguna otra, hasta ahora. Piénsalo si quieres. Yo de todas formas hablaré con mi padre.
Gracias Abdul― dijo Esperanza con la voz entrecortada.

Esa noche en la habitación del hotel Esperanza no cesaba de darle vueltas a las palabras de Abdul. Pensó en renunciar a todo y quedarse allí con él. Pensó, también, que todo aquello era una locura.

Las tres amigas se enjugaban las lágrimas recordando a Esperanza. En esos momentos llegó un camarero y les sirvió tres cafés, ante la extrañeza de las amigas, que no habían pedido nada. El camarero les señaló tras de ellas: habían sido invitadas.

Sabía que os encontraría aquí.
¡Esperanza! ― Gritaron las tres, al tiempo que se incorporaron y se fundieron en un abrazo.

Esperanza se hallaba junto a Rachida y su hermano Abdul. Llevaba en la cabeza un Jilyab que le cubría la cabeza y hombros, llegando hasta la cintura.




jueves, 9 de abril de 2015

RAIMUNDO




Comenzaba el otoño y en la población de Pedro Muñoz, en Ciudad Real, habían acabado la vendimia. Un buen año de cosecha abundante y excelente uva negra de cencibel. Era una variedad de gran finura y muy aromática, con la que elaboraban vinos de gran calidad y muy afrutados, de envejecimiento prolongado debido a su escaso nivel oxidativo. La uva de cencibel era muy apreciada para la elaboración de vinos jóvenes, de un color rubí característico.
Se habían tomado unos días de un relativo descanso. Ya no se trabajaba al ritmo frenético de días pasados con la recolección de la uva y su correspondiente traslado a la bodega. Raimundo, muchacho joven de veintitrés años, bajó de su habitación y entró en la cocina, donde estaba su madre acabando de preparar el desayuno. Se sentó a la mesa frente a su padre, como todos los días. Un olor a fritura de embutidos inundaba la amplia cocina.
Padre, me voy a la ciudad. No voy a trabajar más en el campo— le dijo.
¡Tú eres tonto!— Le gritó el padre. —¡Eres idiota! ¿Dónde te crees tú que vas a estar mejor que aquí?
A la madre se le cayó el plato que llevaba en las manos y se apresuró a recoger los tiestos rotos.
¡Sois los dos iguales. No servís para nada!— Gritaba el padre de Raimundo.
La madre lloró desconsolada, sin atreverse a intervenir.
Mírala, una inútil, todo lo paga llorando—. Y, a continuación se dirigió a su hijo. —¡Qué sabes tú de la vida!
Por eso me voy, para saber de la vida. Padre tengo veintitrés años y no he salido de aquí más que al pueblo en contadas ocasiones…
Muchas han sido. Te tenía que haber encerrado aquí con los cerdos— le interrumpió.
La madre, sin dejar de llorar, colocó delante de su marido un plato de embutidos y panceta fritos, rebosando en aceite. Salió de la cocina sin decir una palabra, llena de rabia contenida y con la desazón de saber que perdía a su hijo. Era una mujer bajita y entrada en carnes, de piel muy blanca, ojos pequeños y negros como dos olivas, de mirada huidiza. Hablaba poco, sobre todo cuando estaba su marido delante. No pudo darle más hijos, lo que su marido jamás le perdonó.
Si te vas aquí no vuelvas en tu vida— Continuó gritándole su padre. —Pero que sepas que de aquí no vas a sacar nada. Te vas con las manos vacías, así aprenderás a ser agradecido. ¡Mal nacido!
Raimundo permanecía en silencio, observando a su padre, con indiferencia: un hombre de media estatura, cabello abundante, cano, con un bigote prominente, también cano y ojos negros de mirada inquisidora. Era lo más parecido a una barrica de las que guardaban el vino en la bodega. Y déspota. Siempre había menospreciado a su mujer y a todo ser viviente de la casa.
En Raimundo no había, siquiera, odio en su mirada. Ya hacía algún tiempo que se compadecía de su padre. No probó bocado. Al momento se levanto de la silla en la que estaba sentado.
¡Adiós!— dijo y girándose salió de la cocina.
Así te pudras por ahí. ¡Idiota! Te tengo que ver mendigando y te escupiré. ¡Ojala no hubieras nacido! Tenías que haberte muerto, tu y tu madre. Que no servís para nada.
Raimundo, se echó la mochila a la espalda y no rechistó a su padre, malcarado, que seguía echando espumarajos por la boca. Abrió la puerta y Can que estaba echado en el porche de la casa esperando a Raimundo, como todas las mañanas, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Su madre también le esperaba en el porche y apenas salió se abrazó a Raimundo. La mujer no cesaba en su llanto, no era capaz de esgrimir una palabra, ahogada por el sopor de ver marchar a su hijo y sabedora de que no le volvería a ver.
Tú deberías hacer lo mismo, madre— le dijo Raimundo, imperturbable.
Toma— le tendió un manojo de billetes de veinte euros que llevaba en el bolsillo del delantal.
Madre no lo necesito. Me llevo la cartilla con casi treinta mil euros, de la venta de corderos y demás. Si lo supiera padre…, entonces sí que no.
No lo sabrá, por usurero. Si te hubiera dado un sueldo no habría habido necesidad de hacer esto— le tranquilizó la madre.
¡Venancia! ¡Venancia!— Se oía gritar desde el interior de la casa.
La madre le besó y se soltó de su hijo, sólo salió de sus labios —“cuídate mucho, cariño”— casi inaudible y entró a la casa veloz.
Raimundo dejó su casa en la que temblaban hasta los pilares ante la ira desatada de su padre, sin volver la vista atrás. Nada ni nadie iba a hacer que cambiara de opinión, Raimundo se había propuesto conocer la gran ciudad y decidió irse a Madrid. Poco antes de abandonar las lindes de la finca, Can, le tocó la mano con su hocico húmedo, moviendo incesantemente el muñón de rabo que le dejara su padre. Una caricia de Raimundo en la testuz del animal fue suficiente para que Can, brincara sin parar delante de él. Can era un perro sin raza definida, pero al mismo tiempo, un animal astuto y capaz de cazar como ninguno, no muy grande, más bien pequeño, de pelo corto y hocico alargado, orejas siempre bien plantadas y echadas un tanto hacia atrás, su mirada mostraba tanto de dulzura como de vivacidad.
Raimundo y Can subieron al autobús que les llevaría hasta Madrid, no sin antes rogarle al chofer, que no permitía animales, que hiciera una excepción. Finalmente accedió, ante la promesa de Raimundo de llevarlo encima de él. Llegaron a Madrid, a la Estación Sur de Autobuses; descendió el último y se quedó parado al pie de la escalerilla, observando el trasiego inmenso de personas de un lado para otro. Aquella mudanza le recordó a un hormiguero, en el que las hormigas iban de un lado a otro en perfecto orden sin molestarse las unas a las otras. Dejó a Can en el suelo que le miraba.
¡Vamos chaval! Que voy a cerrar las puertas— le dijo el chofer sentado, todavía, al volante.
Salieron del recinto por dónde habían entrado con el autobús, Can seguía mirándolo de cuando en cuando, Raimundo no atendía más que a observar la gran urbe en la que todo el mundo se movía frenético. Caminó por la calle de Méndez Álvaro hasta llegar a la Estación de Ferrocarril Puerta de Atocha. Aquel nombre ya le sonaba, exhaló un suspiro de alivio. Otra vez el ir y venir de personas: que parecía que todos llegaban tarde a sus destinos. Nadie hablaba con nadie. Tomó la calle Atocha y la siguió sin abandonarla en ningún momento, hasta que se encontró en La Plaza Mayor. Una gran satisfacción se reflejó en su rostro.
Mira Can, ya hemos llegado, La Plaza Mayor— mientras el animal observaba el gentío que se movía y los diferentes perros, que llevaban algunos transeúntes, algunos de ellos extravagantemente enjaezados.
Dejó la mochila en el suelo y se sentó como vio que había muchos jóvenes sentados, Can se echó a su lado. Ordenó a Can que no se moviera de allí. Raimundo se acercó a un bar próximo y compró un bocadillo y una botella de agua. Sacó un recipiente pequeño de plástico y vertió agua en él, Can bebió con avidez. Del bocadillo dieron cuenta casi mitad por mitad.
¡Vaya mierda de bocadillo, Can! Yo los hago mejor— le dijo al perro, que le miró inclinando la cabeza ligeramente hacia la derecha.
Descansaron durante un buen rato, allí sentados. Hasta que decidió que habría que encontrar una pensión donde pasar la noche.
Caminaron sin saber hacia dónde y llegaron a Chueca, después de mirar unas cuantas pensiones todas caras y sucias. Raimundo vio una pensión que tenía buen aspecto, limpia y con un buen baño. Se acercó al ventanal y dentro había un salón con varias mesas ocupadas, la gente merendaba churros con chocolate, las chorreras de los tazones lo delataban. Una joven servia el salón con mucha soltura, mientras que una señora mayor atendía tras la barra. Cogió a Can bajo el brazo y entró al zaguán, a la izquierda estaba la entrada al comedor y a la derecha recepción. Esperó unos minutos hasta que apareció la joven que servía las mesas.
¿Qué se te ofrece?— Le preguntó al tiempo que hacia una caricia a Can sobre la testuz.
¿Tenéis una habitación?
¿Con el perro incluido?
Sí, claro. A Can no lo puedo dejar en la calle.
Hola, Can— lo volvió a acariciar, dándole el perro varios lametones en la mano. —Si Can molesta o se hace pipí aquí dentro tendréis que marcharos.
No te preocupes, Can no molestará.
La 117— le dijo tendiéndole la llave. —La cena es a partir de las nueve.
¿Dónde está la habitación?
En el primer piso, al final del pasillo.
Gracias.
Si necesitas alguna cosa llámame— al mismo tiempo dio un respingo y volvió al comedor.
Raimundo recorrió un pasillo tenuemente iluminado por dos apliques en la pared y abrió la puerta. La habitación no era muy grande, la cama tampoco lo era. Dejó la mochila sobre un taburete que quedaba a su derecha y Can olfateó toda la habitación. A la izquierda una puerta daba acceso al baño, muy discreto pero disponía de todo lo necesario. Frente a la cama, que estaba secundada por una mesita y un pequeña alfombra, una mesa de escritorio, sin cajones, la televisión sobre ella y un cuadro pequeñito de una campiña colgado en la pared, más en alto. Un pequeño armario con una cajonera de tres cajones y un perchero con cuatro perchas diferentes, a continuación de la pared del baño. Y, al otro lado de la cama, tapado por una cortina gruesa una puerta de aluminio blanco por la que se accedía a un balcón reducido.
Está muy bien, eh Can.
Se echó sobre la cama y el perro de un brinco se subió también. Antes de que se echara, Raiumndo le ordenó bajar, le colocó la alfombra entre la mesa y el balcón y Can se acostó sobre ella. Después de un rato viendo la televisión, se dio una ducha y tras advertir a Can que no se moviera de allí, bajo a cenar.
¿Te gusta la habitación?— Le preguntó la chica.
Sí, Está bien.
No tiene mucho lujo pero…
A mí me sobra.
¿Qué vas a cenar?
¿Qué tenéis?
Tortilla francesa con ensalada de primero y bistec de ternera de segundo.
Vale. Me está bien.
Le sirvió los platos bien colmados de los que Raimundo no dejó ni rastro.
Tenías apetito— le dijo la chica.
Sí. Hoy no he comido. Con el viaje… He guardado algo para Can le mostró un envoltorio con una servilleta. Oye, ¿cómo te llamas?
Almudena— respondió. —Espera, te traigo un trozo de papel de aluminio.
Muchas gracias— le dijo Raimundo, envolviendo de nuevo los restos de la cena para Can.
A los pocos días Raimundo y Almudena mantenían una relación muy cordial, entre la sutil vigilancia de Virginia, la madre, que no quería que su hija confraternizara con los clientes. Almudena tenía veinticuatro años, de mediana estatura, pelo castaño, liso, que siempre llevaba recogido con un casquete de tela blanco. Andaba entradita en carnes sin ser gruesa. Casi siempre vestía el uniforme de la pensión: falda por bajo de las rodillas y blusa negras, bajo un delantal blanco, haciendo juego con el casquete con el que cubría el cabello. Su carácter jovial y su simpatía aumentaban su belleza. Por aquellos días se notó un aumento de clientela en el comedor.
Ya era hora de que se acabaran las vacaciones— comentó Virginia.
Por las tardes se reunían una cantidad ingente de jóvenes en una plazuela, que quedaba justo enfrente del hostal. Raimundo con su bondad se había ganado la confianza de Virginia. Can pasaba los días en la habitación, sólo le sacaba por la mañana temprano y bien entrada la tarde. Raimundo, después de pasar todo el día de un lado para otro en busca de trabajo, como venía haciendo habitualmente y, haber regresado de su paseo vespertino con Can, se sentó en el comedor junto a una ventana. Observaba a los jóvenes que charlaban en la plaza y de cuando en cuando se acercaban a una máquina expendedora de snacks, para comer alguna cosa.
¿Qué miras con tanta curiosidad?— le dijo Almudena que se acercó mirando junto a Raimundo.
Observo a los jóvenes. No cesan de acudir a la maquina a retirar bolsitas para comer cualquier cosa. Si hubiera un local pequeño ahí mismo, me ponía a vender bocadillos.
Oye, pues no sería mala cosa— convino Almudena.
No encuentro nada para trabajar…, creo que podría ir bien.
Yo también lo creo— y le dejó a Raimundo observando.
Virginia salió hasta la puerta de la calle y comprobó cómo los jóvenes de los que le había hablado su hija, se comportaban tal cual le dijo. Se acercaron ambas hasta la mesa donde se encontraba Raimundo.
Tienes buen ojo— le dijo Virginia a Raimundo.
¿Por qué me dice eso?
Me ha comentado Almudena lo que le has dicho sobre los bocadillos.
Ah. Es eso. Es que mire, la máquina no para.
¿Tú sabes cocinar?
Sí. Aunque para hacer bocadillos no hace mucha falta saber cocinar, creo yo.
¿Qué harías bocadillos fríos?
Y calientes, de tortilla, de carne, embutidos… De lo que pidieran.
Pero para eso, necesitarías un buen local…
¡Qué va!, Virginia. Un local pequeño y los chavales que se coman los bocadillos en los bancos.
Dos puertas más allá, había un local cerrado, que antes tuvo un quiosco de prensa, un despacho de pan, y no se sabe cuantas cosas más. Virginia se encargaría de preguntar por él al dueño, del que tenía su número de teléfono, hombre enjuto y malcarado al que no veía desde hacía algún tiempo. Después de tres días Virginia anunció a su hija y a Raimundo que ya se podía disponer del local.
Raimundo se volcó en cuerpo y alma en el acondicionamiento de su bocatería. En menos de un mes había abierto al público. El local era poco ostentoso, las paredes blancas y con algún póster de apetitosos bocadillos sujetos con grapas. Un pequeño mostrador a no más de tres metros de la puerta de entrada, en el que se exhibían amontonados aunque debidamente colocados los bocadillos fríos. Tras el mostrador una tostadora y a continuación una plancha de buen tamaño. Sobre la derecha un frigorífico grande en el que guardaba las carnes, embutidos y otros productos perecederos. Y, pegado al mostrador un botellero. Una caja registradora, algo antigua, al otro lado de la tostadora.
El primer día se vio agobiado con la cantidad de jóvenes que acudieron a probar los bocadillos que Raimundo ofrecía. A partir de tres Euros tenían bocadillo y un refresco, según un cartel anunciaba en la misma puerta de entrada. Almudena se acercó varias veces a echarle una mano ante el gentío que se acumuló en la puerta. Can ya no pasaba los días en la habitación, desde hacía tres semanas estaba constantemente en la puerta del local, al que Raimundo le había prohibido entrar.
En un par de meses Raimundo había dado trabajo a dos personas más, un muchacho que le ayudaba en la entrega de bocadillos y una chica que llevaba la cocina elaborando bocadillos calientes. Almudena también le echaba una mano en los huecos que le permitía el hostal. Can se marchó una tarde y ya no volvió. Raimundo se fue a buscarlo por los alrededores y no le pudo encontrar. Preguntó a gran cantidad de gente por si le hubieran visto, pero nadie le dio razón alguna sobre Can. Tenía una clientela de lo más variopinta, por la que amplió el horario de apertura. Abría desde mediodía hasta bien pasada la media noche.
Raimundo compró un coche grande de segunda mano que le servía para llevar la compra cada vez más abundante, al mismo tiempo pretendía ir al pueblo una mañana y ver a su madre, con la que hablaba por teléfono muy de tarde en tarde.
Una mañana casi a medio día, Almudena andaba ayudando en la limpieza, sustituyendo a una empleada que había faltado a última hora y entró en la habitación de Raimundo, que yacía en la cama, desnudo. Se quedó contemplando al muchacho, inerme. Almudena se desnudó y sin mediar palabra se echó a su lado. Fue una mañana inolvidable.
Pasaba el tiempo y Raimundo sentía la necesidad de ver a su madre. Un domingo se levantó temprano cogió su coche y se dirigió a su casa. Sabía que su padre aprovechaba los últimos días de caza y eso le permitiría estar un buen rato con su madre. Antes de bajar del coche ella ya le esperaba en el porche. Bajó los tres peldaños casi de un salto y se echó a los brazos de su hijo, besándolo insistentemente. Al momento unos ladridos, que conocía bien, le avisaron de la presencia de Can, que movía el muñón de rabo como enloquecido, al tiempo que le daba lametones primero en el pantalón, y en las manos y la cara después.
Con que volviste a casa. Eres un perro listo, Can.
Raimundo dejó al perro en el suelo.
Madre, ¿cómo no me has dicho que Can había vuelto a casa? He estado muy preocupado. Puse carteles por todo Madrid. Sabes que quiero a ese perro como a un hermano.
Tu padre me prohibió decírtelo. Y ya sabes cómo se pone cuando le llevan la contraria. Además, Can no quiere vivir en Madrid. ¿Por qué te crees que se ha vuelto?
Madre e hijo rieron. Quizá por primera vez en años. Raimundo, a continuación, sacó de su cartera una foto de Almudena.
Parece buena— dijo la madre mirando la foto. —¿La quieres?
Raimundo se puso colorado.
Entraron en la casa y su madre le obsequió con unos rollos fritos que tanto le gustaban. Estuvieron hablando largo rato, en el que Raimundo le explicó a su madre lo bien que le iba en Madrid, con la bocatería y la relación de noviazgo con Almudena. Su madre le contó el sobresalto que se llevó cuando apareció Can.
Hijo, no vuelvas. No vuelvas nunca. Bueno, ven a verme de vez en cuando, si no está tu padre. Pero no vuelvas a casa. Yo lo haría si pudiera.
Madre, intentaré traer a Almudena, para que la conozcas.