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domingo, 23 de noviembre de 2014

FIESTA DE CARNAVAL






Apenas se había escondido el sol y empezaban a llegar los primeros invitados a casa de Fani con los disfraces más diversos. Era un chalet en las afueras, que tenía un camino de unos cincuenta metros hasta la casa, a ambos lados había bancales, tachonados de almendros, naranjos, oliveras… Ella les recibía ya disfrazada de Campanilla, con su vestido de lentejuelas, de escote generoso y su varita mágica, acompañada de su hermana Sandra, disfrazada de Cleopatra. A cada uno de los que llegaban, los tocaba con su varita en el mismo umbral de la puerta antes del protocolario saludo. En su extremo tenía una estrella y despedía destellos con los reflejos de la luz.

Hacía una tarde espléndida y apenas se había sentido el frío. Aquella jornada radiante contagió el ánimo de Fani, que ya de por sí era muy jovial, al tiempo que transmitía al resto de amigos su alegría. Su carita de niña no le había cambiado. Recogía su melena rubia a tirabuzones por encima de su cabeza, con un tocado a base de florecillas blancas con sus pistilos amarillos que, también, reflejaban destellos. Sus ojos azules y grandes, muy bien perfilados, aumentaban la belleza de su rostro, a pesar de cerrarlos de forma intermitente, en un tic. Tenía una buena estatura, y su cuerpo parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Su mirada dulce y su voz aterciopelada embaucaban a quienes hablaban con ella, aunque detrás de esa imagen se ocultaba una mujer capaz de explotar al máximo sus dotes persuasivas cuando le movía algún interés.

Llegaron un gran número de amigos, todos ellos disfrazados: De lobo, Caperucita, Popeye, Olivia, Spiderman, Don Quijote, payasos… Se escuchaba la música estridente desde la calle. Apenas se entraba en la casa, debían sortear las guirnaldas que descendían desde el techo y las banderitas colganderas. Tras un pequeño recibidor, se pasaba al salón, en el que habían dispuesto una mesa pegada a la pared, cubierta con un vistoso mantel de papel, en la que se ofrecía pastelitos salados, alguna tortilla troceada en cuadraditos y frutos secos. Había, sobre un extremo de la mesa, en un gran recipiente sangría en la que los trozos de frutas se mecían ante las acometidas de los asistentes, justo a su lado una hilera de vasos de plástico y, sobre el otro extremo de la mesa, otro recipiente con latas de cervezas y refrescos entre cubitos desiguales de hielo. En la otra parte del salón se encontraban todas las sillas bien alineadas, quedando el espacio central diáfano para el baile. Desde el techo colgaban globos, banderitas, y algunas luces recubiertas con papeles de colores.

Cuando ya casi no cabía nadie llegó Esmeralda, su mejor amiga, disfrazada de Cenicienta, y tras el saludo con Fani, la pequeña Sandra y Esmeralda se fundieron en un prolongado abrazo. Esmeralda era una joven muy bella, prudente, amable y muy inteligente. Fani hacía de ella todo lo que quería. Esmeralda prefería guardar silencio antes que discutir con ella; coincidió en la misma puerta con Ricardo que se había disfrazado de lobo. Ricardo hacía gala de un carácter brusco, era todo lo contrario que Esmeralda, a quien a menudo no le importaba ridiculizar, como a todos; solía ser muy grosero y fanfarrón, mujeriego, engreído y muy seguro de sus fuerzas, tenía un cuerpo musculoso y un aspecto rudo. Su padre poseía buen ojo para los negocios y vivían de forma holgada, siempre tenía de todo aquello que fuera de última moda. Andaba detrás de Fani, pero no se detenía en tontear con la que tuviera delante
También apareció en esos momentos Peter Pan, personificado en Carlos. Fani, que salió a recibirlo —sustituyó la varita mágica por un vaso de sangría—, quedó encantada de que Carlos hubiera elegido el disfraz de Peter Pan. Y no menos estupefacto quedó él cuando vio ante sí a Campanilla, maravillosa, espléndida, bellísima. Fani le dio un beso de bienvenida y le introdujo al salón cogido de la mano.

Sandra corrió a saludarle en cuanto le vio. Sandra era quinceañera, también con buena altura, como su hermana, y de cuerpo armonioso, pero sin la gracia natural de Fani. Era algo retraída y muy servicial. Por eso quizás siempre había sido el ojito derecho de Esmeralda. Fani se lo llevó directamente a la mesa y le sirvió un vaso de sangría. Un grupo de chicas se acercaron alborozadas a saludar a Carlos y Fani quedó relegada a un segundo plano. Era un joven apuesto, moreno, un buen nadador que competía a nivel nacional. Sus pequeños ojos de color verde claro y una mirada cándida, tranquilizadora, le dotaban de un encanto poco común. Carlos se había teñido el cabello de un color rojizo, le salían unos mechones por debajo del gorrito verde de paño, por el que se alzaba una pluma casi del mismo color del cabello. Su jubón, también de color verde, abrazaba su cuerpo atlético, y un estrecho cinturón negro del que pendía un pequeño puñal sujetaba la malla verde que resaltaba todo aquello que cubría, junto a unos botines de color crema, con lo que se completaba su atuendo. Carlos en cuanto se percató de la presencia de Esmeralda, dejó al grupo de chicas y se fue hacia ella. Se saludaron efusivamente. Carlos y Esmeralda se conocían desde los años de guardería y desde entonces siempre habían estado estudiando juntos hasta su entrada en la universidad que tuvieron que separarse. Ella se había inclinado por la rama de Nanobiología, en Valencia y él por la de Fisiología, en Madrid. Fani aprovechó la ocasión para volver junto a Carlos y de nuevo se dirigió hacia ellos.

—Otra vez juntos—, dijo Fani a su llegada, con una amplia sonrisa.
—Sí, otra vez juntos—, ratificó Carlos, con entusiasmo.
—Ya tenía muchas ganas de verlo—, dijo Esmeralda apoyando su cabeza en el hombro de Carlos.
—No me refería a ti, me refería a mí—, apuntilló Fani. —Venga vamos a bailar— Fani tiró de la mano de Carlos y lo arrastró a la pista.

Después de bailar durante un buen rato, Fani pidió a Carlos y Esmeralda que le acompañaran para rellenar los baldes que contenían sangría y cerveza. Mientras Carlos llenaba el balde de sangría, ellas se dirigieron a un frigorífico en la cocina y sacaron latas de cerveza. A continuación colocaron sobre la mesa botellas de ron, whisky, ginebra y vodka. Mientras unos cuantos bailaban, otros se acercaron a la mesa para servirse alguna bebida. Entre tanto Sandra se veía acosada por Ricardo, que la abrazaba e intentaba besarla, lo que la joven trataba de esquivar, sirviendo a éste y sus amigos de risa.

Carlos esperaba, pegado a la mesa, a que Esmeralda concluyera. Vio como unas amigas, sentadas en la escalera, junto a un grupo de chicos y chicas, entre los que estaba Sandra, la llamaban. En aquel grupo se encontraba Ricardo, que divertía a todos con sus bufonadas, sin dejar de incordiar a Sandra. Esmeralda salió de la cocina y se fue hacia el grupo de amigas. Fani aprovechó la ocasión y se fue hacia Carlos, le tomó por el brazo y lo condujo hasta una habitación contigua y en cuanto se cerró la puerta se abalanzó sobre él. Carlos no tuvo tiempo de reaccionar. De repente se abrió la puerta con estrépito y apareció Ricardo con los ojos desorbitados, enrojecidos, farfullando palabras ininteligibles y con los puños cerrados. Se dirigió hacia ellos. Fani se interpuso pero la apartó de un empujón. Carlos dudó un instante y recibió el impacto de Ricardo en el pecho, pero enseguida respondió con varios certeros golpes que dejaron aturdido a Ricardo.

Acudieron todos los invitados a la habitación y vieron a Fani en los brazos de Carlos, sollozando y a Ricardo tumbado en el suelo comenzando a moverse.

—Lo siento Fani—, se excusó Carlos. Luego se desembarazó de ella y salió de la habitación apartando a los curiosos.
—¿Dónde vas?
Carlos no llegó a contestar y al salir de la habitación se encontró con Esmeralda.
—Me voy.
—¿Qué ha pasado?
—Lo de siempre. Ese imbécil de Ricardo que va puesto hasta las trancas y tiene que liar alguna.
—Espérame. Me voy contigo.
—No tienes por qué hacerlo. Quédate y diviértete.
—No. Te acompaño. No quiero estar más tiempo aquí.
—Como quieras.

Esmeralda tomó un chaquetón de lana de color marfil, que Carlos le ayudó a colocarse sobre los hombros, mientras salían a la calle. Entre tanto, Fani buscaba a Esmeralda por toda la casa hasta que la advirtieron que se había marchado con Carlos. Se asomó por la ventana y les vio caminar calle arriba.
—¿Sí?— Esmeralda respondió la llamada a su teléfono.
—…
—Fani. Ya te dije que no tenía ganas de jaleo. Y el energúmeno ese donde va no hace más que provocarlo.
—…
—No. Fani. No voy a volver.
—…
—Me voy con Carlos…
—…
—Me acompaña a casa...
—…
—Pregúntale a él— y le pasó el teléfono a Carlos.
—Dime.
—…
—No. Voy a acompañarla.
—…
—No, Fani. De momento voy a acompañarla y luego ya veremos.
—…
—Fani. No vamos a volver—, enfatizó Carlos. —Adiós—, y le pasó el teléfono a Esmeralda.
—¿Hola?
—…
—Fani, ya está bien. Además, si no hubieras invitado a Ricardo nada de esto hubiera sucedido.
—…
—Te has equivocado de plano. Tú has querido nadar entre dos aguas…, y ya ves.
—…
—Adiós.
Esmeralda colgó el teléfono, al tiempo que cogía a Carlos por el brazo.
Empezaba a refrescar y Esmeralda se pegaba más a Carlos, que le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra su costado.
—¿Quieres que vayamos a tomar una copa?— Propuso Carlos.
—¿Así vestidos?
—¿Qué más da? Es Carnaval. Aunque si quieres nos cambiamos y nos vamos a cenar.
—Muy bien. Como quieras—, se apresuró a responder.
—¿Qué te ha dicho Fani?
—Nada. Bobadas suyas. Cree que todavía puede manipularme y no se da cuenta de que ya nos hemos hecho mayorcitas—. Y tras una pausa añadió, —No sale de su mundo. Y no me extrañaría que intentara cualquier cosa con tal de no permitir que salgamos juntos. Ella quisiera tenernos a todos a su disposición cuando le apetezca. Quiere estar contigo, por eso ha hecho que me llamaran el grupo de amigas cuando acabamos de reponer las cervezas, pero al mismo tiempo le gustaba tener a Ricardo comiendo de su mano por su dinero, y que compitierais por ella… ¡Qué cínica!

Carlos la escuchaba con admiración. La notó cambiada, con una fuerza arrolladora que nunca había demostrado. La veía altiva, segura de sí misma. La estaba observando desde un punto de vista diferente a como la había visto hasta ahora. Siempre la quiso de forma entrañable, como a una hermana, pero en esos momentos estaba sintiendo algo especial, extraordinario. Cualquier ligero contacto de sus cuerpos, en esta ocasión, le transmitía nuevas sensaciones, le estaba avivando la llama del deseo, que jamás había experimentado antes. Comenzaba a sentir curiosidad.

—Si he de ser sincero, te diré que me has sorprendido. Te he visto con decisión. Enérgica, Y eso me gusta.
—Pues espera un poco y te sorprenderás aún más.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Ya lo verás.

No tardaron en llegar a casa de Esmeralda y Carlos quiso despedirse por un rato para ir a cambiarse él también. No se lo permitió. Carlos desde niño entraba a casa de Esmeralda como a la suya propia. Con sus padres mantenía una relación excelente. La madre de Esmeralda lo recibió jubilosa y tras bromear unos momentos con el atuendo que llevaba, le preguntó cómo le iba por Madrid. Continuaban hablando cuando apareció Esmeralda. Llevaba un vestido rojo de gasa, corto, con varios volantes pequeños a partir de la cintura. Un gran escote y sobre el pecho, en la parte izquierda una flor de la misma tela. Le caía sobre los hombros su melena negra, suelta, ligeramente rizada. Una gargantilla de oro blanco con una piedra en el centro acariciaba su cuello. Su atuendo se completaba con unos zapatos de tacón alto y una cartera de mano a juego. Carlos quedó maravillado. Aquella mujer no tenía nada que ver con la niña que hacía unos meses dejó en Petrer.

—¡Estás guapísima!
—Gracias. ¿Nos vamos?
—Cuando tú quieras.
—Que os divirtáis—, les deseó la madre de Esmeralda.
—Por supuesto, mamá—, le aseguró Esmeralda mientras caminaban hacia la puerta de la calle.
Carlos le abrió la puerta y salieron fuera.

Las farolas alumbraban lánguidamente la calle. Una brisa fresca acariciaba sus rostros. Y, aquel olor peculiar que se desprendía de los árboles que jalonaban ambas aceras, tupidos de hojarasca, le trajo, a Carlos, viejos recuerdos.

El contraste de la pareja era de lo más exótico, ella con su vestido de fiesta y el con su traje de Peter Pan. Apenas andados unos pasos ella se detuvo y sacó unas llaves de su cartera de mano y las luces de un coche Citroen C4 de color negro, muy nuevo, comenzaron a parpadear. Esmeralda le abrió la puerta con galantería.

—No esperaba menos de ti—, ironizó Carlos.
—No creas que va a ser siempre así, eh.
—Por mí no habría ningún problema, no me iba a quejar.
—Por si acaso después te sabe a poco y quieres más.
—Ah. A mi me gusta que me sirvan.
—Pues la llevas clara. Esto ha sido esta vez por la novedad. Pero ya se acabó—, sentenció ella mientras se introducía en el coche.
—Bien, pues yo te serviré a ti.
—Eso me gusta más—, comentó, sentándose con decisión al volante y mostrando unas piernas largas que Carlos no se reprimía en mirar.
—Te encuentro muy cambiada, Esmeralda.
—Para bien o para mal.
Carlos no contestó, pero se recostó sobre la puerta con la mano de Esmeralda prendida de la suya, y la miró sonriente, de arriba abajo.
—¿Te has comprado el coche para ir a Valencia?
—Sí, porque así no tengo que depender de los horarios de los trenes y autobuses. Yo no tengo unos horarios claros de salida de la facultad, por lo que no podía programar los viajes con antelación, y alguna vez me he tenido que quedar en el piso hasta el día siguiente. Y, entonces mi padre me compró el coche.
—Está muy bien.
—A mí me gusta mucho, y, me lleva y me trae…

Mientras se dirigían a casa de Carlos y entre banalidades sobre el coche que se había comprado. Esmeralda observaba como éste no dejaba de mirarla. «Parece que se haya dado cuenta hoy de que soy una mujer», se dijo. «Hoy he de saber qué piensa de mí, cómo me ve y que intenciones tiene conmigo», se propuso. Esmeralda estaba enamorada de Carlos desde hacía muchos años, aunque él parecía no haberse dado cuenta, lo que le había irritado en más de una ocasión. «También es cierto que Fani me ha quitado todo protagonismo desde siempre. Pero eso se ha acabado. Si no le tengo será porque él quiera, no porque no lo haya intentado», se convenció.

Ya en casa de Carlos, éste se fue a cambiar mientras Esmeralda, hablaba distendida con sus padres, que se sintieron muy complacidos con la visita. Carlos se vistió con un traje de corte moderno, color azul marino, y una camisa de rayas verticales de colores rojo, blanco y azul. Llevaba una gargantilla de cordón de cuero con unas bolitas simulando marfil en el centro. La madre alabó el carisma de su hijo, y Esmeralda no pudo reprimir la risa ante el asombro de todos.

—Te has dejado mechones de pelo tintados de rojo—, se excusó mientras reía.
—Es cierto, Carlos, cómo te has lavado el pelo—, aseveró la madre.
—Anda, vamos. Yo te lavaré la cabeza—, casi le ordenó Esmeralda, mientras seguía riendo.
—Ah, ¿No me quedan bien los mechones?— Bromeó Carlos.
—¡Anda! Quítate eso— le reprochó su madre.

Subieron al baño, después de haberle lavado la cabeza y quitado los restos de tinte del cabello, Carlos se había sentado en un taburete. Esmeralda le secó el pelo y se colocó delante de él mientras le administraba gomina. Carlos le paso las manos por la espalda a la altura de las caderas y la acercó hacia sí. Esmeralda se dejó llevar mientras sus manos acariciaban la cabeza de Carlos, que le besó a la altura de la cintura. Esmeralda se sentó sobre sus rodillas y le besó en los labios con delicadeza. En ese mismo instante sonó el teléfono de Esmeralda. Lo mostró a Carlos con desdén, era Fani. No quiso contestar la llamada.

—¡Anda, vámonos!— Dijo Esmeralda incorporándose.
—Espera un poco… Aunque sí, será lo mejor—, reconoció Carlos, que ya la atrajo de nuevo.
—No, por favor. Vámonos—, dijo ella ruborizada. —Salgamos a dar una vuelta.

Cenaron en el restaurante italiano “Bella Vita”. El salón presentaba una decoración cuidada. En un pequeño mostrador a la entrada, el maître les recibió y les condujo a una mesa pegada a unos grandes ventanales que daban a un jardín poco alumbrado. Desde aquella mesa se podía ver la sierra del Cid, sombreada por la oscuridad de la noche y algunas luces de las casas de campo. En la mesa había un pequeño jarrón blanco con imágenes antiguas y con dos rosas rojas, sobre un mantel rojo superpuesto sobre otro de color blanco. Carlos tomó una y se la ofreció a Esmeralda, que aceptó con una sonrisa.

Les llevaron unos entrantes a base de jamón, y trocitos de queso de Mozzarella con anchoas, que dieron paso a unos platos de “espaghetti alle noci”, y una espectacular ensalada, todo ello regado por un vino tinto de Chianti. Hablaron de cómo se desenvolvía cada cual en Valencia y Madrid. Carlos le cogió la mano en varias ocasiones e intercalaban las anécdotas con sugerentes comentarios de enamorados, amenizados con miradas cómplices.

—Quería confesarte algo, Esmeralda.
—Qué…
—Que siempre he estado…
En ese instante, el molesto timbre del móvil de Esmeralda los devolvió a la realidad.
—¡Mierda! Qué te dije… Fani esta haciendo lo posible porque no estemos juntos—, comentó a Carlos sin ocultar su enfado.
—Diga—, respondió Esmeralda.
—…
—¿Ricardo?
—…
—Pero cómo que se ha encerrado en el baño con Sandra. ¿Qué ha pasado, Fani?
—…
—¿Nadie ha hecho nada por detenerlo?
—…
—No lo puedo creer. Vamos para allí, Fani. Carlos vamos a casa de Fani. Ricardo se ha vuelto loco, ha tirado por el suelo todo lo que pillaba y se ha encerrado con Sandra en el baño y no la deja salir—, pidió a Carlos.
—Y, ¿qué vamos a hacer nosotros?
—No lo sé. Intentaremos hablar con él. Sandra debe estar pasándolo muy mal. Ella siempre ha tenido miedo de Ricardo.
—Ese cabrón acabará mal, y si es el sólo…
—A qué te refieres.
—Me refiero a que no haga ningún daño a nadie más. El alcohol y las drogas lo pierden. A eso le añades el carácter tan borde que tiene…
—Tengo miedo, Carlos—, le dijo mientras se introducían en el coche.
—Oye. ¿No será una treta de Fani?
—No creo que se atreva a bromear con eso.

No tardaron en llegar a casa de Fani. El portón de la cerca estaba abierto en sus dos hojas y el camino alumbrado que parecía la pista de un aeropuerto de noche, les llevaba hasta la puerta principal de la casa. Una higuera enorme se encontraba justo al final de camino en un ensanche en el que dejaban los coches aparcados. No había nadie en la calle y la música no se escuchaba. Entraron en la casa y cuando Fani les vio se fue hasta ellos y se abrazó a Carlos, entre sollozos. Aún quedaban restos de vasos y licor esparcidos por el suelo.

—¿Dónde están?— Le preguntó Carlos.
—En el baño de la planta de arriba.
—¿Por qué ha cogido a Sandra?— Le preguntó Esmeralda, evidenciando su enfado.
—No lo sé.
—Fani te he dicho mil veces que vigiles a tu hermana. Es casi una niña.
—Yo no estaba con Ricardo en ese momento—, le respondió Fani con altivez.
—Bueno vamos a ver si podemos hablar con él—, propuso Carlos apartando ligeramente a Fani, quien se aferró a su mano. —¿No ha hablado nadie con Carlos para disuadirle de que dejara a Sandra?
—Sí. Lo hemos intentado pero no escucha a nadie—, respondió Fani.
—¡Pobre Sandra!— Se limitó a decir Esmeralda, mientras ascendían al piso de arriba.
La escalera finalizaba en un rellano amplio, en el que se encontraban los dos amigos de Ricardo. Esmeralda se fue directamente a la puerta del baño y la golpeó con fuerza.
—¡Sandra! ¡Sandra!, contéstame. ¡Sandra!— Gritó Esmeralda casi histérica.
—Ricardo, deja salir a Sandra. No hagas más estupideces—, le recriminó Carlos.
—Déjame en paz—, respondió Ricardo con voz de borracho.
—Deja salir a Sandra, ¡cabrón! ¿Qué le has hecho? ¡Sandra!— El pánico se reflejaba en el rostro desencajado de Esmeralda.
—Bien. Ya estamos todos—, balbuceó desde el interior del baño.

Los dos amigos de Ricardo que estaban en el rellano se acercaron entorno a ellos. Permanecían expectantes, pero en silencio.

—Fani es la que tendría que estar dentro—, se escuchó decir desde el interior con una voz apagada.
—De acuerdo. Abre la puerta, deja salir a Sandra y entro yo, pero abre la puerta—, le apremió Fani.
—Tú has querido ligar con Carlos. Pero, yo sé que acabarás estando en mis brazos…
—Vamos, Ricardo. Abre la puerta y me tendrás a mí.
—Claro que te voy a tener a ti, pero antes que se vayan todos los que hay contigo.
—¿Sandra se encuentra bien?— Intervino Esmeralda.
—Sandra no puede hablar está borracha.
—Eh. Ricardo. Venga déjalo ya y vámonos a la discoteca a seguir la fiesta. Esto ya es aburrido—, le gritó uno de sus amigos.
—Largaos vosotros. Yo iré después.
—Aquí hemos venido juntos y nos vamos juntos. ¡Va tío! En la discoteca hay una fiesta que nos está esperando. Vámonos.
—¡Déjame en paz! Eh, Fani, si quieres que abra la puerta haz que se vayan todos.
—De acuerdo, ya se van. Abre la puerta, estoy sola—, dijo después de unos segundos.
—No te creo.
—Y ¿cómo lo vas a saber si no abres?
—No me la juegues. No sabes de qué soy capaz.
—Si no abres llamaremos a la policía—, insinuó Esmeralda.
—Ni se os ocurra. Entonces si soy capaz de cualquier cosa.
—No llamaremos a la policía—, dijo Carlos tratando de aplacar a Ricardo. —deja que entre Fani. Los demás nos apartaremos de la puerta.

Todos se retiraron menos Fani, y Carlos, que se agazapó a su lado, donde Ricardo no pudiera verle.

La angustia que sentía Fani iba en aumento, siendo compartida por Esmeralda que lloraba en silencio. La desazón la embargaba y sus pensamientos eran cada vez más tenebrosos a medida que pasaban los minutos. El no haber escuchado aún a Sandra les hacía presagiar lo peor. Se abrió levemente el quicio de la puerta, lo justo, para comprobar que sólo estaba Fani. Abrió un poco más y la tomó de la mano introduciéndola en el baño. Fani gritó presa de pánico. Ante el grito de Fani, Carlos y los amigos de Ricardo empujaron la puerta y entraron en tropel en el baño, seguidos de Esmeralda. Ricardo retrocedió y se sentó en la taza del water. Tenía los ojos enrojecidos y excesivamente abiertos, la vista perdida. Su cuerpo flácido se apoyaba sobre el respaldo. Presentaba el rostro demacrado, un perverso conato de sonrisa parecía reflejarse en la comisura de sus labios. Fani paralizada, de pie, se cubría la boca con ambas manos. Otro grito de desesperación surgió de Esmeralda que se echó al suelo junto al cuerpo yacente de Sandra.


Sandra estaba casi desnuda. Su disfraz destrozado, las braguitas en el suelo. La cara magullada y los ojos abiertos, parecían se iban a salir de sus órbitas. Esmeralda arrulló el cuerpo inerte de aquella niña y le susurró alguna cosa que hizo que ésta se le abrazara. Los amigos arrastraron a Ricardo escaleras abajo, lo introdujeron en su coche y se lo llevaron de allí. Carlos tomó la toalla que estaba sobre el toallero y se la echó para cubrir el cuerpo de Sandra que no soltaba a Esmeralda. Ambas amigas lloraban. Fani permanecía incrédula, incapaz de reacción alguna: unas lágrimas menudas hacían que el rímel corrido desfigurase sus mejillas.      

AL CRISTO DEL MONTE CALVARIO


                          (En busca de la esperanza)

                                   Todavía sigues en la Cruz clavado y porfías
                                   para que las personas nos llenemos de dichas.
                                   Yo te suplicaba que tuviéramos otro mañana
                                   y pasáramos raudos el camino de la desesperanza;
                                   que volviéramos los humanos a la felicidad perdida.

                                            Me recordaste a la Familia para que me apoyara,
                                   que era el pilar donde el amor y la fe se engarzan.
                                   Es el sustento de la vida, donde se enriquece el alma,
                                   donde no hay delito que sobrepase el perdón,
                                   donde reina la paz, la armonía y la calma.

                                              Aún hoy persisten los escribas y fariseos,
                                  depredadores de la más elemental humanidad,
                                  son como lobos camuflados de corderos;
                                  arrogantes fementidos de “golpe en pecho”,
                                  que sin valorar sus servicios airean su vanidad.

                                  Sabes que este mundo anda perdido
                                  de hombres pedantes y altaneros,
                                  cuya patria es este planeta embrutecido
                                  en el que la fe parece haberse perdido,
                                  caminando por inhumanos derroteros.

                                  Quienes se apoyan en la fe en Ti
                                  adquieren esa confianza orientadora,
                                  alejándose de sendas perturbadoras.
                                  Ungiéndose con el más sublime benjuí
                                  en aromas de vida esperanzadora.

                                  Danos, Señor, claridad y ternura,
                                  para poder obrar con humildad y alegría,
                                  que sea la fraternidad la mejor ventura,
                                  y que los humanos por los que porfías
                                  olviden para siempre su amargura.

           Constantino Yánez  

Último poema de la trilogía publicado en la revista de Semana Santa de Elda, de 2009.

lunes, 17 de noviembre de 2014

EL VERDUGO COMPASIVO





En el reino de Tragalot, perdido por entre las montañas, había un castillo, sobre una pequeña colina, desde el que se dominaba todo el valle. Un frondoso valle, en el que el suelo siempre estaba teñido de un manto verde, con un gran bosque; en él habitaban toda clase de animales: zorros, lobos, conejos, ardillas, ciervos, junto a una gran cantidad de pájaros. Entre el bosque y el castillo, hacia la izquierda, unas cuantas casas formaban una pequeña aldea. El rey Sinforoso, permitió que se establecieran un grupo de familias gitanas, venidas de la India. A cambio, en las fiestas del reino actuarían como bufones, saltimbanquis o incluso como actores que interpretaban parodias con las que criticaban la vida en la corte. Proveyeron la aldea de huertos en los que se cultivaba toda clase de hortalizas y verduras y una zona de árboles frutales en los que predominaban los manzanos, perales y membrilleros. Dentro de la fortaleza sólo vivían los nativos del reino de Tragalot, pero no por ello tenían prohibida la entrada los gitanos, que vendían sus cosechas a los habitantes de la fortaleza. Los gitanos debían llevar, al menos una vez a la semana, las mejores frutas, hortalizas y verduras al rey; en contrapartida el rey les aseguraba protección en caso de que fueran atacados por ejércitos de fuera.

En la fortaleza había una herrería, regentada por Simeón, que allí vivía; era su única pertenencia. Hombre corpulento, más bien gordo, no muy alto, con una nobleza que rayaba en la ingenuidad. Siempre andaba muy bien afeitado, él se jactaba de que se había hecho un cuchillo especialmente para afeitarse y salvo algún día que aparecía con varios cortes en la cara o el cuello —Simeón lo achacaba a que la noche anterior se había ahogado en vino—, siempre se distinguía de la mayoría que llevaban las barbas sin arreglar. Vestía con un pantalón ceñido abajo de las rodillas y bombacho en la cintura, sujeto con una soga; con una blusa de cordones, siempre desabrochada, si era invierno, o el torso desnudo si era verano, y siempre un delantal con peto de piel de ternero que sólo se quitaba para dormir. Sus brazos eran musculosos y enormes como su cuerpo, y mugrientos. Su cara redonda y sonrosada contrastaba con su cabello oscuro y rizado, casi siempre grasiento. Los ojos de un color marrón claro proyectaban una mirada tranquilizadora. Un olor agrio lo acompañaba donde quisiera que fuera. Por nombramiento real era el verdugo, encargado de ejecutar las sentencias sumarísimas del rey; muy a pesar suyo. El reino sólo se veía alterado por las fiestas y exhibiciones de los gitanos.

No tenía mujer ni hijos de los que preocuparse. Sólo Tin, un cachorro que una tarde, hacía ya varios años, se coló en su herrería era el único ser vivo por el que sería capaz de dar su brazo derecho. A una voz de Simeón, Tin salía por el bosque y siempre aparecía con algún conejo o faisán. Era un excelente cazador a pesar de ser un perro enorme; no se sabía muy bien si labrador o mastín, pero no tenía una raza definida. Todo lo compartía con Tin: comida, charlas, jergón. A veces mantenía largas conversaciones con Tin, que parecía escucharle pacientemente, inmutable, mientras duraba su razonamiento. El último bocado siempre era para Tin, y en el colchón de paja todas las mañanas aparecía el perro mientras Simeón se despertaba en el suelo.

A pesar de ser un reino muy tranquilo, en algunas ocasiones, tuvo que azotar a algún menesteroso por haber quitado alguna fruta u hogaza de pan para comer. En los momentos en que lanzaba el látigo sobre la espalda del acusado, Simeón, cerraba los ojos. En una ocasión fue requerido por el propio rey para que batiera con más energía el látigo porque no llegaba a brotar la sangre en la piel del reo, siendo el hazme reír del populacho. Después se pasaba un par de días que no podía probar bocado, su abatimiento era tal que apenas trabajaba.
Un cierto día un gitano fue condenado a muerte por la corte, por haber matado a un alguacil en una disputa; a medida que se iba acercando el día de la ejecución, Simeón, se sentía peor.
La noche anterior al día señalado para dar muerte al reo, Simeón, fue conducido a la prisión donde se encontraba el gitano. Se sentó en un taburete frente a la celda. El gitano estaba echado sobre un camastro de piedra. Se respiraba un fuerte hedor a inmundicia y las paredes rezumaban agua.
—Hola—, saludó Simeón.
—Hola. ¿Qué has venido por si acaso me escapo?—, le dijo el gitano con ironía.
—No. Parece que es lo que dice la justicia que hay que hacer para estos casos— le respondió.
—Ah. La justicia.
—Escucha, yo no estoy de acuerdo con esto. Creo que ni tú ni yo deberíamos estar aquí…
—No tienes que excusarte conmigo—, le interrumpió. —A mí no me importa, ya no me importa nada, pero al menos hablamos. Si no fueras tú sería cualquier otro—.
—¿Cómo te sientes?
—¿Cómo me puedo sentir?
—Claro, que tonto soy. Perdóname.
—No te preocupes, ya no tengo tiempo para molestarme.
—Ya.
—Creo que tú estas peor que yo.
—Psche. El pueblo está contigo. Dicen que hiciste lo correcto.
—Sí, pero ya ves donde estoy.
—¿Estás seguro que fue el alguacil?
—Y tan seguro. El alguacil se encontró con mi hija en el bosque, que estaba cogiendo piñas. Era una criatura morena, de grandes ojos negros y aún no tenía trece años. La golpeó y violó, abandonándola desnuda, muerta, al menos, eso creyó él. Pero sólo estaba inconsciente. Mi hija le conocía bien, porque en varias ocasiones había intentado besarla—, argumentó el gitano.
—¿Por qué dices que era, si está viva?
—Porque ahora no es más que una sombra de aquella chiquilla alegre, cantarina que nos alegraba los días.
—Tenías que haberle hecho pedazos y habérselos echado a los perros.
—Yo no quería ensañarme con él. Con que no viviera para contarlo para mí era suficiente.
—Ya—. Y añadió a continuación, —parece ser que el Rey no está muy de acuerdo con la sentencia que ha tenido que dictar. Dicen que la dictó por presiones de su corte.
—Habladurías. Si no hubiera estado de acuerdo no la habría dictado. Para eso es el Rey.
—Ya. Pero dicen que como fue el alguacil…
—Por eso murió el alguacil. No te iba a matar a ti, si quien violó a mi hija fue aquel cabrón.
—Naturalmente.

Aquella noche se hizo especialmente larga, parecía no pasar las horas. El gitano estaba muy tranquilo, al menos lo aparentaba. A veces se sumía en los más impenetrables silencios, sin que Simeón se atreviera a molestarle, y otras le hablaba de las cosas más mundanas. Incluso alguna vez se reía. Amarga risa, decía él. En otros momentos se sentaba sobre el camastro. En un par de ocasiones se cubrió la cara con sus manos, a Simeón le pareció escuchar algún sollozo; pero enseguida mostraba su entereza.
—¿Por qué me miras así?— le preguntó Simeón.
Hacía ya un rato que le contemplaba sin parpadear, con una mirada tímida y esperanzadora a la vez.
—Porque creo que necesitas relajarte. No te tomaré en cuenta que separes mi cabeza del cuerpo—, dijo el gitano en tono condescendiente.
—No hables así, por favor. Se me descompone el cuerpo de pensarlo.
—Lo siento. Sólo quería animarte.
—Sabes. Yo nunca he matado a nadie y…, si pudiera salir corriendo lo haría.
—No debes martirizarte, Simeón, tú tienes que cumplir con tu trabajo. Nadie te reprochará nada.
—Gracias, gitano. Todavía no sé como te llamas—, preguntó con voz trémula.
—Lorenzo.


El alba comenzaba a romper la noche. Una ligera claridad comenzaba a vislumbrarse y, Lorenzo, el gitano, seguía mostrando una entereza que para sí hubiera querido su verdugo. Se abrió la puerta del final de aquel lúgubre pasillo, iluminado por una sola antorcha y se acercaron varios soldados de la guardia del Rey, el alcalde y el reverendo, que intentó confesar al gitano, rehusando éste. Simeón seguía a la comitiva con el gesto demacrado. Llegado el momento, se encontraban sobre el patíbulo, el reo encapuchado con la cabeza apoyada sobre un tronco de madera y Simeón con un hacha enorme, fabricada por él mismo, secundados por el capitán de la guardia del rey, el reverendo y el alcalde que se encontraban en una esquina. Simeón sudaba abundantemente, sentía los músculos flácidos y tenía las piernas temblorosas. Un griterío enorme llenaba toda la plazuela, la mayoría en contra de la ejecución; algún que otro ávido de sangre incitaba a Simeón que movía la cabeza con desasosiego. La mujer y los hijos del reo al pie del patíbulo lloraban desconsoladamente, al tiempo que pedían clemencia. A la orden de ejecución, Simeón, asestó un golpe de hacha que tronó en toda la plaza como un día de tormenta. Un tumulto de risas siguieron al golpe. Simeón abrió los ojos despavorido y vio que había seccionado la capucha y el cabello del interfecto, dejando al aire el cuero cabelludo. El rey se cubría la boca con su mano derecha, al tiempo que sustituyó a Simeón como verdugo del reino.              

ALEGORÍA DEL SUFRIMIENTO



 Mi cabeza se siente indispuesta
para poder conseguir un poema,
sufre mi mente mucha tristeza,
mis sentimientos se queman.

Apología del sufrimiento
por el que no dejo de sentir pena
de las tribulaciones de la vida
en la que somos parte y quimera.

Ilusiones perdidas, insatisfechas,
por no plasmar en jovial poema
mi acritud por mil desdichas
y no poder acrisolar mi vida efímera.

Me confunden los deísmos,
las vanidades me producen amargura,
¿cuándo podré sentir ternura
si estamos en tiempos de despotismos?

Pueblos emigrantes desposeídos
de los más elementales derechos,
mueren a millares si son negros.
¡Mueren!…, buscando su futuro esquivo.

Ejércitos todopoderosos arruinan
los sentimientos de personas míseras,
acabando con tantas ilusiones güeras
que por petróleo vilmente discriminan,

utilizando mil infames mentiras
nos justifican tantas muertes.
Sus conciencias quedan impunes,
las personas perversas protegidas.

Sufre mi mente mucha tristeza
mis sentimientos se queman,
la vida sigue, las maldades se extreman;
la vida sigue, escueza a quien escueza.

Alegoría del sufrimiento
por el que no dejo de sentir pena,
¿qué nos importan las cuitas ajenas?,
si no son más que ajenos sus lamentos,

que se pierden en el firmamento
como se desvanece el Arco Iris en el cielo,
como se pierde con el alba el mejor sueño,
que por más que quiera jamás lo recuerdo.

Niños con su infancia enfrentados,
ha acabado con su alegría la miseria,
y aun así de su corazón el odio destierran;
¡el diablo con ellos se ha cebado!

Gritos mudos plenos de angustia
que retumban airados en mi pecho
se pierden ansiosos y maltrechos,
como se pierde la hojarasca con la lluvia.

Sufre mi mente mucha tristeza
mis sentimientos se queman,
la vida sigue, las maldades se extreman;
la vida sigue, escueza a quien escueza.

Alegoría del sufrimiento
por el que no dejo de sentir pena
de las tribulaciones de la vida
en la que somos parte y quimera.


Constantino Yáñez.   

domingo, 9 de noviembre de 2014

SIENTO PENA...






                        Tengo oprimido el corazón,
                        con el pensamiento distraído,
                        la luz ya perdió mi razón;
                        mi alma el sentimiento decaído.

                       Siento pena por quien rencor
                       lleva en la sangre por sus venas,
                       por quien de la mentira apenas
                       siente el más mínimo rubor.

                       Observarse el propio ombligo
                       antes de pronunciar injurias
                       debe ser el primer obligo

                       que como personas, humanos,
                       supuestamente con razón…
                       Demostrarlo está en nuestras manos.



                                   Constantino Yáñez.

ASPIRANTE A ESCRITOR



Un aspirante a escritor se devanaba los sesos tratando de conciliar el estilo, el ritmo, el tiempo y la acción en las escenas en las que se desenvolvían los personajes. Su torpeza le hacía rectificar y en el peor de los casos rehacer sus historias. Ardua tarea que generalmente no conseguía, pero su insistencia empezaba a resultar insultante.

Muchas veces le decían:
—¡Ay! Si para todo hubieras sido igual de perseverante.
Ante esos comentarios se encogía de hombros y seguía adelante, ni con más ni con menos tenacidad, si no con la misma. Sus escenas, las que recreaba, no se las creía él mismo. ¡Ah! Pero un buen día escribió casi inconscientemente: cuando leyó el texto, se dijo: «¡Ahora sí! Esto puede ser el principio de una gran historia». Su cabeza lisa como una sandía y con algo de pelo en los costados brillaba, o creía él que brillaba, por fuera, claro; y sus ojos saltones, a pesar de que no se veía, parecían iluminar los folios, en este caso la pantalla del ordenador, que iba acumulando líneas y líneas de cosas coherentes. Pasaba tantas horas delante del ordenador que en muchos momentos le insinuaban:
—¡Estás loco! ¡Vas a salir maestro!
Él esquivaba el sentido peyorativo de algunos comentarios mal intencionados, y se infundía ánimo, que para eso no necesitaba a nadie: besaba tres veces la estampa de Santa Rita que siempre le acompañaba y continuaba con su cometido. En alguna ocasión se miraba al espejo y trataba de adivinar en su mirada qué propósitos tenía, cuál era su objetivo, a qué aspiraba… Algunas mañanas sólo pretendía escribir y matar así una ansiedad, otras aparecía un aire de grandeza que, obviamente, se desvanecía en el mismo instante en el que aparecía. Otras mañanas, las más, su mirada se expresaba dubitativa, inexpresiva, no decía nada. Pero cuando esto sucedía, se lavaba la cara y no volvía a mirarse en el espejo.

Una vez acabada su obra, al cabo de mucho tiempo, le animaron los amigos y la envió a uno de los tantos concursos literarios, lo que puso en conocimiento de unos cuantos. Él trataba de convencer a los demás de que no había posibilidades, pero en su interior permanecía un atisbo de esperanza, quizá más bien de ensueño. Pasaba el tiempo y su pensamiento no se apartaba de su obra, del concurso, de los amigos. A medida que se acercaba la fecha de emitir el fallo del jurado, él, estaba más nervioso. Abría su correo electrónico repetidas veces, hasta dejarlo abierto todo el día. Dormía mal, se despertaba varias veces en la noche, lo que le tenía durante el día más irascible. Apenas si se comunicaba con los amigos, y con la familia casi no intercambiaba comentarios más que en las comidas, que hacía de forma frugal, y pronto se volvía a aislar en su mundo. Se habían acabado sus paseos matutinos, apenas si salía a la calle. Pasaba todo el tiempo encerrado en su despacho con la única compañía de su ordenador. Se sentía en la más absoluta soledad, ni si quiera sus personajes le acompañaban, se sentía incapaz de escribir una sola línea. Pasaba horas y horas contemplando la pantalla de aquel ordenador que parecía hartarse de estar inactivo y se engullía la luz, quedándose la pantalla en negro. Cuando conseguía escribir alguna cosa, la borraba inmediatamente, le producía aversión. Su ánimo se había resquebrajado ostensiblemente, y su cara pálida tomó un color entre blanquecino y azulado. La mirada perdida, sus ojos hundidos y empequeñecidos, y en sus manos enjutas resaltaban las venas. Trataba de refugiarse en la lectura de alguno de los libros que tenía por leer, pero se desesperaba igualmente, era incapaz de seguir el hilo de la trama, no recordaba los nombres de los personajes, ni dónde se desarrollaba la acción. Se sentía incapaz de concentrarse, si quiera en la lectura, que había sido su pasión, su forma de vida; no tenía más pensamiento que para su obra. Su familia, sobrecogida, veía con preocupación el deterioro físico que padecía; pero sobre todo les angustiaba mucho más su estado emocional, —le habían oído sollozar en varias ocasiones en su soledad, en el despacho— hasta el punto de proponerse que le viera su médico.
Un buen día abrió su correo electrónico y vio un mensaje extraño para él, al leerlo sus ojos se abrieron como platos, su rictus malsano se tornó en jovial y volvió el color a su rostro, aquel bendito mensaje que ansiaba, decía:

Estimado señor:
Su obra ha sido seleccionada como finalista en el XVII concurso de narrativa del Valle Perdido. Es por ello que se le invita a asistir a la divulgación del fallo del jurado y posterior entrega de premios de dicho concurso el día 24 de diciembre próximo. Para lo cual le ha sido reservada una habitación doble en el hotel Ris, de dicha población.
Unos días antes la organización del XVII Concurso de Narrativa del Valle Perdido, se pondrá en contacto con usted para concretar lo relativo a su traslado y posterior alojamiento.
¡Enhora buena! Reciba un afectuoso saludo.

Salió del despacho como alma que lleva el diablo, apenas si podía hablar, un extraño sonido gutural sobresaltó a su familia que veía su programa favorito en la televisión. Les conminó a ver aquel mensaje que acababa de abrir y se dirigieron todos al despacho, donde su hija dio lectura en voz alta al mencionado mensaje. Sirvió de regocijo y celebraron más el cambio experimentado repentinamente por aquel demacrado aspirante a escritor que por la noticia en sí.

En los días sucesivos comenzó a organizar el viaje. Propuso a su mujer ir a visitar la zona, las poblaciones importantes que les cogieran de camino, para lo cual deberían hacer el viaje en su coche. La mujer le recriminaba que hiciera planes tan pronto, sin saber si quiera si la organización del concurso le propondría algún medio de transporte alternativo, a lo que él refunfuñaba como un niño. Volvieron las ideas y de nuevo llenaba páginas y páginas en el ordenador, aquel demacrado aspecto había pasado a la historia. Pasaban los días y no recibía ni mensajes ni llamada alguna como le anunció la organización del concurso literario. A falta de siete días de la fecha de la entrega de premios, no sabía aún que debía hacer. «Se habrán olvidado», se consolaba así mismo.

Viendo los amigos que volvía otra vez a obsesionarse, decidieron pasarle un nuevo mensaje para acabar con la ilusión de aquel pobre escritor.

Estimado señor:
Con relación a nuestro anterior correo electrónico emitido, ponemos en su conocimiento que, el Jurado ha decidido declarar desierto el XVII Concurso de Narrativa del Valle Perdido. Por tanto, y debido al excesivo coste del acto de fallo del jurado y proclamación de ganador, éste, ha quedado desconvocado. Si bien, en breves fechas recibirá, por este mismo medio, certificado de haber sido su obra una de las finalistas del mencionado Concurso, para lo que usted tenga menester.

Con nuestra más incondicional gratitud, le expresamos nuestra consideración más personal.

No salía de su asombro ante la lectura del mensaje, que parecía volvería a helar la sangre en sus venas. Cuando lo leyó a su mujer, ésta quiso animarle:

—Bueno, no pasa nada. En otra ocasión será.
—No habrá otra ocasión. No voy a escribir más.
—A sí me gusta. Que acabes de un plumazo por lo que has estado luchando toda tu vida.
—Pero, ¿no lo entiendes? Eso es que han desestimado invitarnos porque el ganador es otro u otra.
—Bien. Y qué. Si fuera como tú dices te lo habrían dicho con claridad. Cómo van a decirte que el acto no se celebra y después aparecer en los medios de comunicación que se ha otorgado el premio a fulanito de tal.
—Qué sabrás tú.
—Además. Míralo por el lado positivo. Te van a enviar un certificado reconociendo que tu obra ha sido finalista. Certificado que podrás presentar donde tú quieras.
—Sí, en eso tienes razón.
—Y tú, sigue escribiendo. Qué ibas a hacer si no. ¿Fastidiarme los programas que me gustan por ver tú el deporte? Tú dices cosas muy bonitas en lo que escribes que a mucha gente le gustan. Escribe, escribe.
—Sí. Creo que tienes razón. No por esto voy a dejar de escribir. Que por otra parte lo necesito.
—Pues claro.

Continuó escribiendo, pero no con la ansiedad de antes. Ahora alternaba la escritura y la lectura con grandes paseos, en los que meditaba a conciencia, y los encuentros con los amigos en una cafetería próxima a su casa.

—¿Cómo pudiste tragarte lo del mensaje del XVII Concurso de Narrativa del Valle Perdido?
—¿Qué quieres decir? ¡Malditos hijos de puta! No me jodas que todo ha sido cosa vuestra—.
—Estabas hecho una mierda, ¡tío! Teníamos que hacer algo para sacarte del pozo en el que te habías metido…
—¡Pedazo de cabrones! Claro, ahora comprendo que hubieran cancelado el acto de proclamación de ganador y que hubieran declarado el concurso desierto. ¡Qué tonto soy!
—No, muy listo no eres. Aunque escribe aceptablemente — le dijo otro de los amigos.
—Sabrás tú mucho si escribo bien o no, si no has leído una sola página de lo que he escrito.
—Bueno, pero me lo cuentan.
—Nunca creí que iba a estar tan agradecido a una pandilla de hijos de puta. Esta ronda la pago yo.
—Y las otras, no te jode.
—A cuenta del éxito obtenido — propuso otro de ellos.
Y todos rieron con ganas.
—¡Qué cabrones!

Continuaron disertando entre bromas, quedando lo de los mensajes como una anécdota divertida.



lunes, 3 de noviembre de 2014

POCATRIPA




POCATRIPA





Un vehículo se detiene en la bifurcación de las calles del Mar y Llull, en el barrio del Besós-Maresme, de Barcelona. Del coche descienden dos policías, uno de ellos de uniforme y se adentran en la calle del Mar. A mitad de manzana se detienen sobre el número 126, iban a tocar el timbre cuando se abrió la puerta de la cancela y salió una señora mayor aprovechando éstos para entrar y llegar al segundo piso. Sonaron el timbre.

–¿Qué se les ofrece?– Preguntó sécamante con un tercio de cerveza en la mano.
–¿Es usted Roberto Morcillo, “Pocatripa”?– Consultó el policía que vestía sin uniforme.
–Sí. Así me llaman.
–Yo soy el comisario Martín Franco y él mi ayudante, Antonio Amado. ¿Podemos pasar?– Solicitó el comisario.
–¿Para qué? ¿Qué quieren?
–Simplemente hablar con usted y aquí en el rellano puede resultar más llamativo para sus vecinos.
–Está bien, pasen– aceptó con cierto desdén, al tiempo que se restregaba varias veces la palma de la mano por la cara hasta la oreja.

Un fuerte olor a putrefacto les hizo pasarse el reverso de la mano por la nariz a los dos policías, que se miraron. Sortearon un par de cajas que había en el suelo para acceder hasta el salón. Pocatripa se recostó en el sofá, un sofá desvencijado, su tapizado de flores de muchos tamaños y colores estaba desgastado y los asientos y posa-brazos mugrientos, cada movimiento que hacía le sacaba de sus casillas. Era el epicentro de la decoración del salón. Unas cortinas raídas, una pequeña mesa, en la que no cabía un papel y dos sillas dispersas en la sala acompañaban al sofá; junto a una lámpara dorada que colgaba del techo, exagonal, con los cristales serigrafiados en colores diversos que salía del centro de un rombo de escayola. Las paredes estaban forradas con papel pintado, en alguna de ellas desgarrados. Una vieja televisión emitía un programa para niños. Hacía tiempo que vivía solo. Roberto Morcillo el “Pocatripa”, bebía pequeños sorbos de cerveza. Era grueso, llevaba una camiseta manchada en la parte de la barriga. De pelo negro, rizado, ojos también negros, pequeños, y unas facciones duras, tanto como su mirada. Una barba negra como el tizón, sin afeitar de varios días completaba su imagen.


–Roberto, estamos de visita rutinaria. Como usted sabrá hace dos días se cometió un crimen horrendo en la orilla del río, asesinaron a un comerciante al que mutilaron salvájemente, y queríamos saber si usted oyó algo o vio algo, alguna cosa que llamara su atención.
–No. No vi nada. No estaba aquí hace dos noches– contestó impasible mientras se frotaba la cara con la palma de la mano.
–Y, ¿dónde estaba usted?– Volvió a preguntar el comisario, mientras el otro tomaba notas.
–Estaba visitando a mi madre.
–Parece ser que anteayer se vio movimiento en la casa– le insinuó.
–Pues ya sabe usted más que yo– respondió echando un sorbo de cerveza.
–No se aleje de la ciudad, podríamos necesitarle de nuevo– sugirió el policía. –Ah, por cierto, se encontró un encendedor del club Tifani's junto al cadáver. ¿No irá usted por allí...?
–¡Qué idiota quien lo hiciera!– Susurró. –Sólo voy por el club cuando me apetece. Y no fumo– le recalcó al comisario, entretanto les abría la puerta y se frotaba una vez más la cara.
Cuando se introdujeron en el coche policial, Amado le comentó a su superior la respuesta del sospechoso: “No estuve aquí hace dos noches”, cuando no le había dicho en ningún momento si fue de día o de noche el asesinato, asintiendo el comisario. Le aseguró que iban a ponerle vigilancia las veinticuatro horas.

A la mañana siguiente, Jordi Puig, joven policía, nuevo en la brigada de homicidios se apostó frente al portal de Roberto Morcillo el “Pocatripa”. Presentaba pinta de harapiento, desgarbado, sin afeitar. Llamó al comisario Martín Franco para comunicarle que el “Pocatripa” se hallaba en el circuito de Montmeló, se encontraba en el Pit Line debidamente acreditado. A requerimiento del comisario, le informó que no le había visto hablar con nadie, simplemente paseaba observando los boxes, los coches y nada más.

Un ruido ensordecedor dificultaba la conversación. No tardó en comenzar la carrera que se preveía interesante, comentaban algunos de los asistentes de los equipos. La carrera iba transcurriendo con diferentes alternativas en la cabeza. Fue a partir de la mitad de la carrera cuando comenzó el griterío, la histeria más bien del público asistente ante las acometidas del coche que iba en segundo lugar por adelantar al primero. En varias ocasiones intentó adelantamientos suicidas, pero cuando parecía que conseguiría adelantarle aflojaba la marcha para volver a intentarlo con más riesgo que la vez anterior. Aquello enardecía al público. Un gesto con la mano de degüello, por parte de Pocatripa, que estaba apoyado sobre el muro que les separaba de la pista, alertó al policía. En la curva que seguía a la recta de tribuna le tomó el interior al que le precedía y con un giro de volante lo tocó en la parte trasera. El coche del líder volteó como una peonza y se incendió. Un clamor en las gradas hizo temer lo peor. Los operarios del circuito rociaron el coche siniestrado con sus extintores. Por fortuna el piloto salió ileso entre una nube de espuma.

Los mismos asistentes de los equipos que antes de la carrera se regocijaban porque prometía ser interesante, ahora se lamentaban de lo ocurrido, justificando: nadie se podía atrever a meterse con la chica del “Tuercas”. Jordi Puig, que estaba siguiendo al sospechoso, vio el rostro de satisfacción de “Pocatripa”, al tiempo que se retiraba del Pit Line. Arrojó su acreditación al suelo. Puig la recogió y la metió en un bolsillo de su chaqueta y volvió a seguir sus pasos.

Acabada la jornada de trabajo, el andrajoso policía se dirigió a casa de su novia. En el camino pasó por un supermercado del barrio y la vio en la caja pagando algunas cosas que había comprado. Tras un saludo cargado de indiferencia intentó darle un beso, que ésta rehusó descaradamente. La irritación del joven se desató.

–¿Qué quieres? No soy yo quien organiza el trabajo en comisaría. No tengo más remedio que acatar las órdenes que me dan–, alzó la voz, ante la indiferencia de ella. –No te entiendo. ¿Quieres que me vaya?...
–¿No me entiendes? ¿No me entiendes?, dices. ¡Eres un gilipollas, Jordi!–, le interrumpió casi histérica.
–No. No te entiendo.
–Llevo cuatro días sin verte, siquiera una llamada de teléfono, no te has dignado en llamarme por teléfono, para decirme que no ibas a venir. Sólo para eso. Eres don ocupado. Sólo tú tienes vida, la de los demás no importa; ni vida social ni familiar, nada, no tenemos derecho a reclamar nada, únicamente a acatar lo que el señor quiera... ¡Pues estoy hasta los huevos!
–Cómo te he decir que no puedo hacer lo que yo quiera. He de hacer lo que me dicen– trataba de justificarse de nuevo. –Y habla bien, que hay niños.
Un grupo de clientes se arremolinó en torno de la pareja. En primera fila una niña rubia con el pelo rizado, saboreando una piruleta, no les quitaba ojo.
–¡Lo siento!, pequeña– se disculpó ella con la niña con cierta ternura, que hizo una mueca de sonrisa. Se dirigió de nuevo a su novio: –Hoy era el cumpleaños de mi sobrino. Su cuarto cumpleaños. Sabes lo que te quiere y..., nos esperaban esta noche para cenar...
–Lo siento– le interrumpió. –Se me había olvidado por completo. Pero el cumpleaños todavía es. Vamos, llama a tu hermana. No quiero decepcionar a ese crío, por nada en el mundo. Sabes que le quiero con toda mi alma.
–Sí, ya se ha visto– le reprochó una vez más.
–¡Vamos! Llama a tu hermana. No pierdas más tiempo.

La niña, que continuaba expectante, cogió la mano de la muchacha y tiró de ella para llamar su atención.

–Deberías perdonarle. Los hombres se olvidan de todo. Mi mamá siempre le recuerda a mi papá lo que ha de hacer. Y cuando se enfadan el que está más enfadado da un beso al otro y se les pasa– le dijo la pequeña.
–Seguramente tengas razón, amor. A los hombres no se les puede exigir mucho más– aceptó, besándola cariñosamente en la mejilla.
–¡Gracias, guapa!– Le dijo él, al tiempo que la besaba también.

Marcharon rápidamente hacia casa de la hermana. El pequeño se echó en los brazos de sus tíos y recibió el regalo, que abrió con ansiedad. La sorpresa fue mayúscula: el equipaje completo del Español, que admiró con verdadera devoción. Ya estaban finalizando los entrantes y en nada se dispusieron a servir la cena. Un suculento manjar sobre la mesa que todos devoraban con avidez. Al poco, una llamada de teléfono en el móvil del policía, hizo saltar todas las alarmas. El rostro de su novia era un poema, mientras escuchaba, atónita, las respuestas de él. Un tenso silencio se mantuvo mientras habló por el móvil. Anunció que debía marchar urgentemente.

–¡Vete a hacer gárgaras!– susurró ella.
–Ha habido una fuga en la Modelo– Jordi se saltó las normas.

Cuando llegó a la cárcel ya había desplegado un gran dispositivo policial, hubo de identificarse tres veces antes de presentarse al comisario.

–Debían tenerlo todo bien planeado– comenzó a decir el comisario Franco. –Están investigando cómo ha podido salir en un camión de la lavandería o en el furgón que trae las medicinas, al parecer no cabe otra posibilidad.
–¡Comisario!, le llamó un policía que se acercaba velózmente. –Han identificado al copiloto del coche que recogió al recluso dos calles más allá: Roberto Morcillo el “Pocatripa”.
–¡No me jodas!– Protestó.
–El conductor debía ser el “Tuercas”– intercedió el policía Puig. –Le vi a Pocatripa, en el circuito, hacerle un gesto de degüello justo antes de provocar el accidente.
–Y cómo sabes que le llaman el “Tuercas”– se interesó el comisario.
–Porque unos asistentes de los equipos, lo comentaron: no hay quien se meta con la chica del “Tuercas”.
–Está bien, averiguad quien es ese tal “Tuercas”; a ver si mientras tanto les para algún control.

Los fugados conducían dirección a la frontera por la A-7, disertando sobre la fuga y la carrera de la mañana del domingo.


La policía ya conocía la identidad del “Tuercas” y también que entre otras propiedades, disponía de una masía en la zona de Besalú, en la provincia de Gerona. Un destacamento de la guardia civil se desplazaba para el lugar. Casi llegaron al mismo tiempo, lo que les permitió ver el dispositivo policial antes de que se instalara. Más de diez coches patrullas les precedían a corta distancia, por lo que tomaron un camino de tierra que salía por la derecha. Según el “Tuercas” se introducía en el macizo montañoso de los Pirineos y les llevaba hasta Beuda.

La noticia había sido difundida por radio y televisión y todas las poblaciones se encontraban en alerta. En Besalú ya había un control de la Guardia Civil a la entrada de la población.

Mientras se dirigían en el mismo coche el comisario Franco y los policías Amado y Puig, iba maldiciendo el comisario al policía que le tocó el turno de noche vigilando a “Pocatripa”, porque no había avisado de sus movimientos. Los otros dos acompañantes no se atrevían a pronunciarse, sabían de las malas pulgas que tenía el comisario cuando algo salía mal y máxime si era de tanta trascendencia y ponía en entredicho al cuerpo. Siempre les advertía a los guardias bajo sus órdenes que primero había que salvaguardar la integridad personal y después la del cuerpo de la Policía Nacional.

A pocos kilómetros de Besalú, una llamada de teléfono al comisario le puso tenso.

–Ya es nuestro– se limitó a decir.
–¿Qué sucede comisario?– Preguntó Puig.
–La huellas del encendedor son de “Pocatripa”.
–Ahora hay que encontrarlo– intercedió Amado.
–No lo dudes Amado, no lo dudes. Más pronto que tarde lo tendremos delante de nuestras narices, ya lo verás.
–Comisario, “Pocatripa” dijo que no fumaba y en su casa había olores a todo menos a tabaco– apuntó Amado.
–No me jodas, Amado... Cuando menos debe saber a quien pertenece el encendedor. Aunque hay varias huellas de distintas personas. Podrían haber cometido el crimen varias personas y fumar los otros.
–Sí, podría ser. También podría ser que le hubiera dado el encendedor a otro–intercedió Puig.
–Puig… Claro que podría ser, pero tiene más posibilidades de que él, al menos, estuviera en el lugar del crimen.
–Si usted lo dice...– susurró Puig.
–¿Qué dices?
–¿Las otras huellas no han sido identificadas?– Consultó Amado, para desviar la atención.
–Aún no.

–Si yo fuera ellos tomaría este camino, no iría a mi casa porque nos estarían esperando– dijo Puig a Amado al ver un camino de tierra que salía por la derecha.
– Podrías tener razón. Pero, ¿y si han llegado antes que la Guardia Civil?– Intervino el comisario.
–De todas formas yo no iría a mi casa, comisario.

Llegaron a la entrada de Besalú, se detuvieron en el primer control, tras presentarse, fueron informados que por allí no habían pasado y del dispositivo de la finca del “Tuercas”, también estaban confirmando que tampoco se habían acercado.
–Han debido tomar el camino de tierra que hay justo antes de llegar al pueblo– decía el comisario, dando puñetazos en el techo del coche patrulla.
–¿Dónde lleva el camino de tierra que hay justo antes de llegar al pueblo?– Urgió al sargento de la Guardia Civil que comandaba la patrulla del control de carretera.
–A Beuda.
–Ordene que alerten al puesto de Beuda y que se pongan en marcha inmediatamente. Deme un coche patrulla que nos acompañe vamos a tomar el camino, e informe de que vamos para allá, que otros coches salgan de allí a nuestro encuentro– le ordenó tajante.

Después de media hora de viaje se cruzaron con otros dos coches patrullas que venían en dirección contraria. Tras un cambio de impresiones con los guardias civiles que llegaron, decidieron continuar en dirección a Beuda. Una llamada a los guardias del otro coche les puso en aviso de que hay un coche abandonado unos quince kilómetros más abajo, por lo que invierten el sentido; ya había una patrulla esperándoles para indicarles por dónde debían tomar que se unieron a ellos.

El coche que habían utilizado en la fuga estaba abandonado, con las puertas abiertas; tras un inspección visual se percataron de que había restos de cocaína en el asiento trasero. Cerca había un masía rodeada de pinos, abetos..., y un espléndido jardín sobre todo de plantas medicinales: Milenramas, castaños de indias, ajenjos, Boj, achicorias y otras tantas, delante de la puerta, a la que se dirigieron. Un humo que salía por la chimenea delataba que se acercaba la hora del desayuno e impregnaba el ambiente un agradable aroma que aún abría más el apetito. Antes de llegar a la puerta del caserón salieron a recibirles un matrimonio de mediana edad, que atropelladamente trataban de decirles que les habían robado una furgoneta que tenían delante de la casa. El comisario Franco tuvo que tranquilizar a la pareja y pedirles que le explicaran con detenimiento qué era lo que había sucedido. Una vez relatado todo lo acontecido, tomados los datos de la furgoneta robada, y convencidos de que eran los tres fugitivos, pusieron en alerta a la comandancia, iniciando la búsqueda por nuevos parajes que llevaban igualmente a los Pirineos, pero algo más al Este.


Después de dos días de intensa búsqueda, encontraron la furgoneta junto a un arroyo en pleno macizo pirenaico, en una zona de frondosa vegetación y una humedad que calaba los huesos, próximo al camping de Albanya y el río La Muga, a pocos kilómetros de la frontera con Francia. Un gran despliegue de la Guardia Civil, sin precedentes en la zona, dio como resultado a la mañana siguiente que habían cercado a los fugitivos en unos peñascos a tres kilómetros de la frontera francesa. Un intenso tiroteo acabó con la detención de dos de los fugitivos: Roberto Morcillo “Pocatripa” y el “Tuercas”, del otro comentaron que había cruzado la frontera, aunque no tenía muchas posibilidades de ser cierto. De las fuerzas del orden sólo Jordi Puig resultó herido leve.