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viernes, 26 de abril de 2013

RICARD - Cuento

Ricard iba de un lado a otro, sin reparar con quien se cruzaba. A todos les había de decir alguna cosa o un chascarrillo. Lo mismo tenía que ver con una persona mayor, ya fuera hombre o mujer, que con un niño. Se reía hasta de su sombra. Jamás se había molestado porque le hubieran dicho cualquier majadería o grosería. Siempre tenía la respuesta adecuada para cada cual, aunque no tuviera mucho o nada que ver con lo que le habían dicho. Era un joven de mediana estatura, con una tripa incipiente, cabello negro rizado, de ojos grandes y mirada lánguida.
Hacía recados a unos y otros, siempre de poca importancia, por unas monedas con las que solía comprar chucherías. A veces se encontraba Ricard haciendo algún encargo, cuando alguien le llamaba para pedirle que hiciera otro y en ocasiones había hecho el que acababan de darle porque había olvidado el primero que estaba realizando. Otras veces cambió el destinatario. A pesar de los entuertos que organizaba de cuando en cuando, era muy querido por todos sus vecinos.
Anselmo, “pescatero” del pueblo, a pesar de su ligera calvicie conservaba perfectamente su atractivo. Había encargado a Ricard que llevara a su casa una bandeja con dos lubinas para su mujer, así aprovecharía él para pasarse por la taberna y tomar unas cervezas con los amigos.
–Dile que las prepare que cuando yo llegue nos vamos a comer hasta la cola.
Caminaba Ricard canturreando, no se sabía bien qué, con la bandeja de las lubinas en una mano y una moneda de cien pesetas que le había dado Anselmo en la otra, bajo el sol decadente de las ocho de la tarde. La calle estaba bien engalanada de jazmineros, geranios, rosales..., se detuvo para oler una alhábega en la ventana de casa de doña Venancia, que a sus cincuenta y cinco años tenía muy buena presencia. Se encontraba en el vano de su puerta regando dos hermosos geranios, le llamó y dio a Ricard un recado para su hija y le alargó una moneda:
–Ricard, dile a mi hija que vienen a cenar la tía Rosana y sus hijos, que les espero a ellos también, que tienen muchas ganas de verles–. Muy gustoso aceptó.
A continuación, Venancia, llamó a su yerno, Policarpo, y le dijo que cenaban en su casa, que venía la tía Rosana y su familia, y ya había avisado a su hija. Una vez acabada la conversación con su yerno llamó a don Ramón, el cura, y le invitó también.
Ricard no tardó en llegar a casa de Merche, la hija de doña Venancia, que vivía al otro extremo de la calle, y era la esposa del señor alcalde, quince años más joven que él. Pasaba los treinta años con una vitalidad arrolladora, bella mujer, de grandes ojos verdes, labios carnosos y una melena negra ligéramente rizada. Sus movimientos de caderas embelesaban al más pintado. En lugar de darle el recado de su madre, Ricard, le dio la bandeja con las lubinas.
–De parte de Anselmo, que las prepares que en cuanto llegue os vais a comer hasta la cola.
A pesar del estupor de la mujer, que pilló un sofocón impresionante, más por si alguna vecina había podido escuchar el comentario y sacar conclusiones erróneas, que por el regalo en sí. Merche ni rechazó ni protestó, más bien todo lo contrario. Se sintió alagada y le invitó a pasar a su casa con el ánimo de sonsacarle. Le obsequió con una cocacola, que, éste, bebió con ansiedad; un golpe de tos por la acumulación de los gases de la bebida puso a la mujer perdida, la bata ligera que llevaba manchada de arriba abajo. En su afán de reparar lo que había hecho, Ricard, sacó un pañuelo del bolsillo hecho un ovillo y lo pasó por todo el cuerpo de la mujer, que no conseguía evitar que Ricard la tocara, desinteresádamente, eso sí. Merche ante la imposibilidad de detener a Ricard se dejó hacer, sintiendo un cosquilleo placentero en algunos momentos e incomodándose, sin exteriorizarlo, cuando Ricard decidió finalizar. Merche se recomponía la bata entre excusas tratando de apagar su excitación, «eso no se hace con la mujer del alcalde», se dijo.
Ricard se dio de pescozones calle abajo, intentando a toda costa sacarse de la cabeza la figura sensual de Merche, hasta que creyó recordar que tenía que darle un recado a la mujer del “pescatero”.
–Socorro, me ha dicho Anselmo que van a cenar en casa de doña Venancia.
–¿De doña Venancia?– Preguntó incrédula.
–Sí. Sí, eso me ha dicho.
–Muchas gracias.
Socorro era una mujer entrada en carnes, que iba muy arreglada y más perfumada que un obispo para ocultar el olor a pescadilla de su marido, y todo un temperamento. Ricard que andaba de regreso pasó por el bar próximo a la pescadería de Anselmo, cuando éste le vio, y le llamó.
–Tómate una cerveza, Ricard. ¿Le diste el recado a mi mujer?
–Sí–, al tiempo que se daba pescozones. –Y..., me dijo que cenaban en casa de Merche que viene su tía y sus sobrinos y tienen muchas ganas de verles.
–¿En casa del alcalde?
–Sí.
–Bien. ¡Muy bien! Ahora mismo me voy para allá.
Al poco tiempo se presentó Anselmo en casa del alcalde y tras tocar en la puerta apareció Merche, con un salto de cama de tul, color turquesa y le invitó a pasar.
–¿No ha llegado mi mujer?– Preguntó, al tiempo que se secaba el sudor con la mano.
–¿Tú mujer? No. No ha llegado.
–Ah, pues muy bien.
–Claro y tan bien. ¿Un vinito?– Le propuso Merche que le invitó a sentarse a la mesa.
–Venga, tomaremos un vinito.
Un buen plato de quisquilla acompañado de unos cuantos vinos más de moscatel seco de la Marina Alta, muy frío, elaborado en una pequeña bodega propiedad del señor alcalde, entonó la cena.
–¡Nos vamos a comer hasta la cola!– Pronunció con picardía Merche al colocar una gran bandeja con las lubinas abiertas y exceléntemente condimentadas en el centro de la mesa.
«¡La madre que lo parió! Menuda metedura de pata de Ricard. ¡Bendita sea!», se dijo Anselmo.
La bandeja quedó limpia como una patena, sólo las colas delataban que antes había exquisito pescado en ella. Habían rebañado hasta el aceite.
–No nos hemos comido las colas– ironizó Anselmo.
–Eso después– le respondió Merche, picarona, mientras se comían con los ojos.
Mientras tanto, el alcalde, don Policarpo, tocó el timbre de casa de su suegra y le saludó con dos besos. Era un apuesto hombre maduro que ya pintaba canas, alto, delgado y muy admirado por las mujeres.
–¿No ha llegado Merche?
–No, Policarpo, no ha llegado todavía. El que está en el salón es el señor cura.
–¿Qué tal, don Ramón?– Saludó el alcalde tendiéndole la mano.
–Muy bien, Policarpo, muy bien.
–¿Un vino, don Ramón? Mi suegra tiene un vino excepcional, ahora verá.
A poco apareció con una botella de vino tinto de crianza, que proveía él mismo, y tres copas. Don Ramón, sacerdote chapado a la antigua, bajito, regordete, siempre vestía con sotana y alzacuellos. Muy dicharachero, buen catador de vinos y mejor comilón.
–Pruebe, don Ramón, pruebe– le sugirió el alcalde.
–Está muy bueno, efectivamente.
–Este vino es de cosecha propia.
Iban por la segunda copa cuando tocaron al timbre de la puerta. Doña Venancia salió a abrir.
–Hola..., Socorro.
–Hola, Venancia. Muchas gracias por la invitación– le dijo mientras se encaminaba hacia el salón.   –No sabes las ganas que tengo de saludar a tu hermana.
–Ah, sí. Pues si os llevabais a matar. No sabía que erais tan amigas.
–No tardará en llegar mi marido–, dando un respingo.
–Claro..., tu marido.
Era un salón amplio con vetustos muebles de época, pero muy bien conservados, un sofá y dos sillones con brazos de madera vista torneada, con tapizado de terciopelo rojo y unos tapetes reposa cabezas blancos de ganchillo. Una lámpara de ocho brazos con grandes tulipas en el centro del salón emitía una luz atenuada por la decoración. Bajo de la lámpara una hermosa mesa con dos grandes pies torneados hacía juego con las paredes recubiertas de madera de roble oscuro, con dos quinqués a juego en uno de los lados y en el otro un gran cuadro del mar con oleaje bajo un cielo gris. En el otro costado un gran ventanal por el que se accedía a un balcón, desde el que se contemplaban unos montes cubiertos de esparto y algún que otro pino. Un agradable olor a azahar se filtraba por el ventanal entreabierto.
–Hola Policarpo, ¿cómo estás?
–Muy bien, Socorro. Pero no mejor que tú–, correspondió el alcalde.
Socorro hizo un giro coquetón. Llevaba un vestido negro que le quedaba ajustado, con estampados grandes en tonos rosas y la media melena suelta.
–Y, ¿usted don Ramón?
–Bien, muy bien, también. Gracias. Casi también como el señor alcalde.
Policarpo ya llegaba con una nueva botella y una copa y volvió a escanciar vino. Doña Venancia le seguía con un plato colmado de jamón serrano.
–Hum. Está muy bueno– dijo Socorro, después de un buen trago.
– ¡Es Sangre de Cristo!–, bromeó don Ramón.
–Don Ramón que se va usted por las ramas– advirtió Policarpo.
–Sí, me parece que la “Sangre de Cristo” les ha sacado los colores– apuntilló Socorro, entre risas.
–No hagas caso Socorro– dijo el alcalde, al tiempo que servía otra ronda de vino.
Una llamada de teléfono acabó con las carcajadas del momento.
–Mi hermana, no puede venir–, anunció a los asistentes. –Se les ha estropeado el coche. Espero que Merche no tarde.
–Pues sí. Yo ya tengo hambre– reconoció su yerno.
–Bueno, la espera no está siendo desagradable–, admitió el cura que tiraba la mano al plato de jamón.
Una nueva botella de vino se colocó sobre la mesa y una ronda más inhibió a los comensales de los pocos prejuicios que aún les quedaban. Doña Venancia y Socorro sirvieron la cena: unos entrantes y codillos de cordero al horno que se chupaban los dedos. Ya no se acordaban si faltaba Merche, la hermana de doña Venancia... Como colofón a la suculenta cena unos orujos de hierbas, de café y de miel acabaron por poner la guinda. Un poco de música a ritmo de paso-dobles hizo bailar hasta a don Ramón. El alcalde y Socorro bailaban exagerando los movimientos, algún traspié que otro se intercalaba en el baile chocándose unos con otros, lo que provocaba las risas de todos. Don Ramón que se contoneaba como podía con doña Venancia, se había desprovisto del alzacuellos y se había desabrochado la sotana hasta la mitad del pecho. La velada se alargó mientras quedó vino. Despertó don Ramón en la madrugada en la cama con doña Venancia, Socorro y el alcalde en fenomenal revuelo de cama. En el intento de salir apresurádamente del lecho, despertó al resto que se levantaron sin mediar una palabra siquiera.
Salió Don Ramón de casa de doña Venancia con cierta cautela, y se tropezó con Ricard.
–A madrugado don Ramón.
–Sí, hijo mío. Las obligaciones... Doña Venancia que se encontraba mal y he venido a ver que tal estaba.
–Voy a verla...
–No. No. No hace falta, ya se encuentra mucho mejor.
–Es que este tiempo de primavera..., don Ramón.
–Sí. Claro, hijo, es el tiempo, la humedad...
No había terminado el comentario cuando salieron Socorro y el alcalde.
–¿Está mal doña Venancia?– Se apresuró Ricard a preguntar al alcalde.
–Mal doña Venancia...– Le hizo un gesto don Ramón. –Ah, sí, le duele un poco la cabeza, Ricard, pero nada más.
–Socorro, ¿también le duele a usted la cabeza?– Le consultó Ricard.
–No, a mí no me duele nada– respondió al tiempo que se ponía colorada.
En ese momento se oía cantar a doña Venancia.
–Ves, Ricard, como no le pasaba nada–, dijo el alcalde.
–Sí, está contenta.
Don Ramón se estaba despidiendo de Socorro y Policarpo que se iban para sus casas y les cogía en la misma dirección, cuando le advirtió Ricard:
–Padre, lleva mal abrochada la sotana.
El cura pilló un gran sofocón. Angustiado, no acertaba a ver como se había abrochado los botones.
–Qué indiscreto eres, Ricard. Por un botón de nada..., que ahora no me puedo abrochar. Está mal abrochado el primero...
–Mi padre me enseñó que suelta el que está mal y lo sube y ya puede abrochar los otros bien–, al tiempo que le desabrochó el que estaba mal.
Don Ramón en su precipitación por retirarle las manos a Ricard, no pudo evitar que le cayera el alzacuellos al suelo, y quedó a la vista la etiqueta de la camiseta.
–Hay que ver, Ricard...
–Bueno, don Ramón, que nos vamos, no vaya y le desnude– ironizó el alcalde.
Don Ramón se despidió de Ricard, que continuó con su paseo matinal propinándose algún cachete de cuando en cuando.
Esa misma tarde, en casa de doña Virtudes, muy cristiana ella, acudía todos los domingos a la Iglesia a oír misa de doce, se celebró una reunión de la catequesis, junto al señor cura y a otras compañeras, entre las que se encontraban doña Venancia, Socorro y Merche. Eran reuniones que se hacían en casas particulares muy a menudo. A muchas de estas reuniones acudía Ricard a degustar las pastas o pasteles o cualquier otra vianda, que siempre las había. Estando disertando unos y otras distendídamente, comentó Ricard:
–El padre Ramón se comió un coñito.
Al cura le salió una polvareda de la boca del polvorón estepeño que estaba comiendo, al tiempo que su cara atocinada parecía un tomate. Las mujeres quedaron impávidas. Doña Venancia y Socorro se miraron, Merche se cubría la cara con el abanico. Las mujeres se movían incómodas en sus asientos mirando de soslayo al señor párroco, que seguía sin poder hablar, «¡Santo Dios!,cómo se habrá enterado el cabrito este», pensó don Ramón. Un silencio sepulcral acompañaba la desolación del señor cura que no podía hablar al haberse atragantado.
–¿Cómo se lo comió?, Ricard– Se atrevió a consultar doña Virtudes, reflejando cierto pavor en el rostro.
Doña Venancia que le vino un acaloramiento tremendo salió de la sala aduciendo que iba al baño, Socorro que igualmente le salieron los colores permaneció en su silla con la vista baja.
–Le mordía y le metió la lengua–, respondió espontáneamente, ante la indignación y los aspavientos de las señoras. Socorro que no podía más con la presión anunció que también iba al baño.
–Y ¿cuándo fue eso, Ricard?
–Ayer.
–¿Antes o después de la misa?
–Antes.
Ante las respuestas de Ricard, don Ramón se retorcía en su silla lleno de ira y más rojo que un pimiento morrón, y sin poder pronunciar palabra. Entre tanto las dos mujeres que habían ido al baño se preguntaban como podía haberse enterado Ricard, echándole la culpa doña Venancia a su vecina que decía le tenía mucha envidia. Decidieron confesar ante las demás su desliz.
–Y, Ricard ¿estabáis solos cuando se comió el “coñito”?– Interrogó doña Virtudes, nuevamente, con un poco de retintín.
–No.
En ese momento llegaban doña Venancia y Socorro dispuestas a confesar su falta. Mientras seguía el interrogatorio a Ricard.
–Y tú, ¿también te lo comiste?
–Sí.
–¿Cómo...?– Le volvió a preguntar, asombrada y con elocuente malhumor.
–Yo me lo comí a bocaditos chiquititos–, señalaba con los dedos.
–¡Santísima Trinidad!– Exclamaron algunas de las señoras.
Doña Venancia y Socorro se miraron contrariadas, pensaba cada una de ellas que don Ramón había estado con la otra. Un respiro de alivió permitió hablar al señor cura, que parecía que iba a explotar en cualquier momento.

–Señoras, he de decir que los “coñitos” son unos postres dulces, pequeños y redondeados, que me obsequió doña Rosario, la esposa de don Jacinto, que en algún punto están huecos por dentro..., a los que invité a este desdichado y a Joaquín el sacristán, que también estaba en la casa parroquial.
–¡Bendito sea Dios!– Respondieron todas las mujeres, recomponiéndose en sus asientos.
Una risa irónica de doña Venancia y de Socorro que todavía permanecían de pie, hizo que se volvieran todas las señoras presentes; al mismo tiempo cruzaron unas miradas cómplices con don Ramón que propinaba unos pescozones cariñosos a Ricard.
— * —

sábado, 13 de abril de 2013

EL BOSQUE QUE NOS COBIJA - Cuento



          Una ardilla, vivaracha ella, andaba preocupada, muy preocupada. No se atrevía a bajar de los árboles, como antes solía hacer en el bosque en el que habitaba junto a otros tantos animales. Se acercó lo más que pudo al principio del bosque en donde el olor a madera era muy intenso, en momentos se mezclaba con el olor del gasoil. Para su estupor, observó como los árboles, muchos de ellos centenarios, estaban desparramados por el suelo. Mientras las excavadoras trabajaban sin cesar en medio del estridor de sus cadenas; unas motosierras pequeñas limpiaban los troncos de las ramas que iban amontonando, otras más grandes talaban por su base los pinos, abedules, robles... Las grúas cargaban los camiones que transportaban los troncos hasta la orilla del río. Se acababa el invierno y tenían que aprovechar la paralización de la sabía para cortar la arboleda. Sólo en las cumbres se podía ver aún la nieve. Los gancheros se encargaban de su traslado hasta la serrería a unos quince kilómetros más abajo. Un manto de troncos que cubría el río se deslizaba suavemente. Por la maderada caminaban en muchos momentos los gancheros con sus pértigas de unos dos metros de largo con un pincho y un gancho en la punta. Guardaban la dirección de los troncos para que no quedaran atascados: con el pincho empujaban los troncos y con el gancho los atraían si había que corregir el rumbo.
          Sólo los tocones que salían un palmo del suelo parecían denunciar con sus lágrimas de resina aún endurecida, que antes hubo un hermoso bosque.
          El capataz, un tipo rudo, de ojos negros y mirada inquisidora, tenía un parpado caído que casi le cerraba el ojo izquierdo; la nariz ancha y achatada denotaba su afición al boxeo, con los hombros cuadrados como un armario y un bigote espeso, gritaba y daba órdenes sin ton ni son. Escupía incesantemente por entre el hueco del incisivo central, que perdió en su juventud:
          –Vamos holgazanes, quiero ver la ladera más limpia que una patena.
          Centenares de operarios subidos unos en sus máquinas y otros cargados con motosierras, se afanaban en cumplir sus órdenes.
          Mientras se retiraba, la ardilla, pensaba en cómo parar aquella masacre que estaban cometiendo y decidió reunir a los animales para entre todos tomar alguna decisión con la que parar la destrucción del bosque. Un viento ligero, húmedo, acercaba unas nubes amenazantes. «Si lloviera intensamente nos podría ayudar mucho», pensó. Corría de rama en rama, de árbol en árbol, para avisar a todo el que veía e incitarles a que, a su vez, corrieran la voz.
          Llegado el momento, se concentró en el plano una cantidad ingente de animales de las mas variadas especies: Lobos, ciervos, ardillas, conejos, palomas, pájaros, gusanos, osos... Subida sobre una rama, desde la que divisaba a todos los reunidos, la ardilla, se dispuso a llamar la atención de todos los animales, que hablaban entre sí.
          –Escuchad. Escuchad. ¡Escuchadme!– Gritó. Enmudecieron todos sorprendidos. –Sabéis que nos estamos viendo amenazados con la tala de tanta arboleda. Estamos en serio peligro...
          –Pero qué dices– le interrumpió un lobo. –Para que acaben con el bosque necesitarán muchos, muchos días.
          –Eso no significa que no lleguen a acabar con él– replicó la ardilla, molesta por la interrupción. –Y deberíamos anticiparnos...
          –Y para eso nos hemos reunido aquí– volvió a interrumpirle el mismo lobo.
          –Sí, efectivamente, nos hemos reunido porque debemos hacer algo para evitar que eso llegue a suceder–. Fue correspondido el comentario de la ardilla con un murmullo de asentimiento del resto de animales.
          –Y qué vais a hacer, ¿ir a darles un susto, todos juntos? Ja,ja,ja.– Insistió el lobo, despectivo.
          La irritación de la ardilla era absoluta, no podía entender como alguien fuera capaz de despreciar el peligro que se cernía sobre todos ellos. Pero lejos de demostrarlo, en lugar de recriminarle utilizó la estrategia de la adulación.
          –No se trata de darles un susto, sino de impedirles que acaben con todos nosotros–, replicó la ardilla. –Vosotros sois fuertes, rápidos y valerosos, podríais conseguir distraerlos mientras los demás boicoteamos la maquinaria y herramientas para que no las puedan utilizar– acabó sugiriendo la ardilla.
          –Eso me parece bien– apuntó el lobo, altanero. –Aunque lo que pretendes no hará más que retrasar su trabajo. Y, qué sugieres.
          –¡Bien!– Susurró la ardilla. –Creo que sería conveniente que os acercarais a los empleados al salir tras de vosotros, el resto pondríamos piñas y piedras en la maquinaria de motor y tierra con un poco de resina en las herramientas de mano, tantas veces como haga falta. Eso, salvo que se os ocurra algo mejor–.
          –¡Hum! Bueno no está mal la idea, partiendo de una ardilla...– aceptó el lobo.

          Llegada la tarde cuando estaban en plena faena los obreros aparecieron los lobos, sigilosos, cual formación militar dispuestos a atacar, causando el pánico entre los hombres, que retrocedieron; el capataz los increpó:
          –¡Vamos atajo de señoritas! Coged esos vehículos ligeros y salir tras los lobos y ahuyentarles. O seréis vosotros quienes corráis con el rabo entre las piernas–, para escupir a continuación.
          Momento que aprovecharon el resto de los animales para llevar a cabo el plan previsto. Introdujeron piñas y piedras en los tubos de escape de las retro-excavadoras y de la grúa e impregnaron las herramientas de mano, motosierras, carretillas, hachas, azadas..., con la tierra y la poca resina de los pinos que pudieron conseguir. Después de varias escaramuzas en las que los lobos huían en todas direcciones, los empleados volvieron satisfechos porque habían hecho desaparecer a las alimañas.
          –¡Mierda!– Gritó uno de los obreros al coger una motosierra, lo que hizo que se giraran sus compañeros.
          –¿Qué te pasa, ahora? ¡Maldita sea!– Le gritó el capataz.
          –La motosierra está llena de resina.
          –¡Qué asco!– Vociferó otro más allá. –Ésta también está impregnada de resina.
          –La azada también. Y la carretilla–, gritaron al unísono otros dos.
          –La excavadora no arranca–. Protestaba el maquinista mientras lo intentaba incesantemente.
          Entre tanto el capataz, rojo de ira, iba de un lado a otro maldiciendo al tiempo que escupía por el hueco del diente que le faltaba.
          –¡Maldita sea vuestra estampa! No quiero ver un animal más a un kilómetro a la redonda. Vamos, ¡cabrones!, a qué esperáis para limpiar las herramientas, no tenemos toda la tarde.
          Otra excavadora, una grúa y dos camiones tampoco arrancaban, los chóferes se veían incapaces de poner sus motores en marcha.
          –Vosotros, los de los camiones, ¡atajo de inútiles!, arrancad esos camiones o les vais a empujar con los cuernos.

          Comenzaba a caer la tarde y no habían conseguido derribar un solo árbol más. Acabada la jornada subieron los obreros a los camiones para regresar a sus casas, entre los continuos insultos del capataz. Desde el interior del bosque eran observados por los animales, que se felicitaban unos a otros porque habían conseguido que esa tarde no se talaran mas árboles, todos comentaban felices el caos creado entre los operarios. Cuando se marcharon los humanos se reunieron en el plano los animales que llevaban en volandas a la ardilla.
          –No ha estado mal, eh–, comentó el lobo. –He de reconocer que has estado brillante. Pero mañana volverán, y qué haremos entonces–, urgió a la ardilla.
          –No lo sé–, respondió con cierta desolación. Pero estoy segura que entre todos encontraremos otros medios de paralizar a las máquinas y las personas. Seguro que tú ya has pensado alguna cosa al respecto– comentó, de nuevo, en tono adulador.
          –Bien..., bueno, sí, pero he de madurar un poco más la idea–, se excusó el lobo, que se vio en un aprieto ante el resto de los animales.

          A la mañana siguiente, apenas había despuntado el día, se encontraban los obreros dispuestos a iniciar la jornada. Los gritos del capataz hicieron que los pájaros levantaran el vuelo y buscaran unas ramas más seguras. Las excavadoras y el resto de maquinaria que habían sido cubiertas con lonas, fueron descubiertas y cada cual cogió la que le correspondía. Tras varios intentos de arrancar una de las excavadoras, soltó un pistonazo y expulsó una piña de dentro del tubo de escape.
          –¡Malditos animales!– Gritaba como un energúmeno el capataz. –Revisad los tubos de escape de todos los vehículos y empecemos a trabajar de una vez. Si aparece un animal más por aquí quiero su pellejo colgado en la pala de la excavadora, ¡malditos seáis! ¡A trabajar!– Volvió a escupir.
          De nuevo aquel ruido infernal volvió a invadir la paz del lugar. El ir y venir de la maquinaria era incesante y los gritos e insultos entre escupitajos del capataz un ritual. El cielo amaneció cubierto, unas nubes negras amenazaban lluvia, y los pájaros se encontraban alborotados. La ardilla se frotaba las manos ante la posibilidad de que esas lluvias, que seguro iban a caer, fueran intensas. Los operarios tomaron el trabajo donde se quedó el día anterior, reprendidos incesantemente por el capataz. A penas si llevaban una hora de trabajo y comenzó a llover, para a los pocos minutos tornarse en un agua torrencial que les obligó a cesar en el trabajo. Los operarios se cubrieron con las lonas y dejaron las herramientas al lado de los camiones. La ladera del monte pronto empezó a escupir agua como nunca se había visto. Una impresionante riada acabó arrastrando las herramientas y las motosierras, que junto a los troncos de los árboles cortados se perdieron de vista ante la mirada atónita del capataz, quien subido a la grúa, maldecía su suerte. Los gancheros que se encontraban en la orilla del río se protegieron con sus chubasqueros bajo la arboleda, sobre un pequeño alcor próximo; mientras observaban como se zambullían en el río las herramientas, muchas de ellas destrozadas, junto a troncos y ramas que bajaban volteando velózmente ladera abajo. No tardó en llegar la crecida del río.

          Después de dos días de intensas lluvias amaneció una mañana espléndida. El sol radiante presagiaba lo peor para el bosque. Un barrizal enorme y una impresionante crecida del río se habían aliado a los animales. La ardilla se encontraba sobre las ramas del pino desde el que se dirigió a sus compañeros del bosque y no mordisqueaba ninguna piña, con sus pequeñas manos colocadas sobre el mentón pensaba qué otras medidas de contención podrían adoptar, pero no se le ocurría ninguna. Al poco tiempo se percató de que se había llenado el plano y todos los animales, en silencio, la observaban. Aquello le emocionó.
          –¿Qué haremos si vuelven?– Consultó un gran oso a la ardilla.
          –No lo sé–, reconoció abatida.
          –Si vuelven utilizaremos la misma estrategia del otro día–, propuso el lobo. –Pero en esta ocasión que sean los osos los primeros en provocarlos.
          –No puede ser– dijo la ardilla. –Pero, sí, es buena idea–, alentó al lobo. –Sólo que deberíais ser vosotros los lobos los primeros en incordiarlos, sois mucho más rápidos que los osos y los camiones corren mucho y los alcanzarían, y a continuación ellos, porque se habrán prevenido y no abandonarán tan fácil sus utensilios; y el resto inmediatamente después para boicotear las máquinas y herramientas una vez más. Has tenido una gran idea–, felicitó al lobo que se enorgullecía al ser correspondido por todos.
          Comenzaron a desperdigarse todos los animales integrándose de nuevo en el bosque, más lentamente que de costumbre, comentando entre ellos. La ardilla que permanecía en la misma rama, observaba con evidente tristeza la marcha de sus compañeros. Pero de pronto, decidió saltar de rama en rama, bajaba y volvía a subir a los árboles y de nuevo saltaba por entre las ramas, el resto de los animales que la vieron decidieron hacer lo mismo que cada cual hacía antes de aparecer los hombres. La ardilla finalmente subió a la rama más alta de todos los árboles, desde donde divisaba todo el bosque, y se recreó en el paisaje.





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